SOLEDAD
La lluvia cae sin cesar. Son las cinco y las luces ya encendidas ponen destellos refulgentes en el asfalto, en los faroles, en las ventanas de las casas. No sabe cuándo comenzó la tarde, allí encerrada, entre cuatro paredes, no atina cómo acaba el día y comienza la noche. Desde la madrugada llueve sin cesar, una lluvia desquiciada, alevosa y fría. Marina camina apresurada, salta charcos, evade cunetas por las que el agua corre sin cesar, resbala. No cae. Está empapada. El autobús se retrasa. Por fin llega a su casa, una pieza pequeña, donde apenas cabe un sofá-cama y un par de sillas. Se tumba en el sofá. Tiene frío, mucho frío. El viejo abrigo que cuenta muchos años ya no la abriga. Se lo quita y lo tira sobre una de las sillas. Soledad la mira y se acurruca entre el hueco que dejan sus caderas y un descolorido almohadón. El tiempo pasa y ellas, en la misma posición, miran caer la oscuridad de una noche que no parece tener fin. Una noche que se parece a un manto de luto acentuado sobre afligidos deudos.
Mira Soledad, hoy he tenido un día horrible. A Mrs. Lane la llevaron al hospital. Comenzó a vomitar, a temblar, y no tuve más remedio que llamar a la ambulancia. Fue preciso forcejear con los paramédicos para que me permitieran acompañarla. Soy su única amiga, la persona que por más de diez años la ha cuidado. Se agarraba a mi mano, gemía, y entre temblores suplicaba que me dejaran a su lado. La acompañé. Me quedé en la antesala de Emergencia. El silencio, pesado, interrumpido a veces por la llegada de algún médico o por la salida de una enfermera, me afligía. ¿Me estás escuchando Soledad? Por favor, no duermas mientras te hablo. Mira que eres a quien le cuento todo. Quién mejor que tú sabe de mi vida. Vida miserable de ilegal, de mujer sin papeles, que vive atendiendo viejos ajenos, limpiando mierda, aseando pisos... ¡Por favor, escúchame!
Soledad abre sus ojos soñolientos, la mira como quien mira desde lejos, se arrebuja en el sofá, extiende sus extremidades y la mira de nuevo, esta vez con la mirada perdida, como si no entendiera nada. Se acurruca a su pecho y vuelve a dormir.
Oye, oye esto, Soledad. Cuando después de cinco horas salió el médico y me pregunto ¿Es usted su pariente? Si, le dije. La señora ha muerto. Se me cayó el alma. Lo dijo con tanta frialdad como la que a esta hora ronda por las calles. ¿Sabes Soledad? No dije nada, y aquí estoy, contándotelo a ti. Después llamé al hijo que vive Atlanta y nadie respondió. Le dejé el mensaje. No, no lo conozco. Nunca lo he visto. Jamás vino a visitarla. La enterrarán dentro de unos días, pasada la autopsia, los trámites, ya sabes cómo son las cosas. Ya tenía pagado el funeral y los detalles los había dejado por escrito. Seré la única que la acompañe, supongo. No me mires con esos ojos de indiferencia, Soledad, ya te dije que no sé si el hijo vendrá. Lo que sí doy por seguro es que de ahora en adelante no sé qué será de mí. Nos queríamos mucho, como familia, decía ella. Nos teníamos una a la otra, y aunque a veces surgían encontronazos, disparidades, no hubo nada que nos separara, más que su tacañería. Era tacaña, tan tacaña que se resistía a que tirara a la basura cualquier resto de comida, y cuando lo hacía, me contestaba que no sabía yo lo que era pasar hambre y frío, que lo pasó cuando sus padres, con tres años, la trajeron de Italia. Fue terrible, me decía. Nos desnudaron, todos juntos, hombre, mujeres y niños, y nos bañaron con líquidos y jabones, como si de animales enfermos se tratara.
¡Cómo si no supiera yo lo que es pasar trabajo! Si desde que llegué no he hecho otra cosa que pasar por toda clase de calamidades. Y ella lo sabía, por eso me pagaba poco y solo me permitía un día libre en todo el mes. Me explotaba Soledad, me explotaba… como se explota a un indocumentado. Pero como no tenía dónde ir, me aguantaba. ¿Sabes Soledad que prefiero suicidarme a volver a mi país con la derrota a cuestas? Soledad, haz un esfuerzo, no te duermas. ¡Ah, estas despiertas! ¿Me has escuchado? Mira que eres terca. Tan bien que te trato y tú como si nada. Mira, lo que te traje… Ven. No, no te vayas... deja que acaba de contarte…
Soledad estira las extremidades, lanza un ronroneo, se levanta del sofá y se va al rincón donde encuentra, como cada día, migas de pan humedecidas en leche y una colcha desteñida en la que duerme.
lunes, 30 de marzo de 2009
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Excelente este cuento, lo he utilizado para trabajar con mis alumnos. Felicitaciones
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