AUNQUE SEA CON BORRONES
Ligia Minaya
Le dolían los ojos de tanto ver la calle. Los árboles que la sombreaban le impedían mirar de lejos la llegada del cartero que, puntual, pasaba cada jueves. A las diez de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos, dejaba en sus manos la carta perfumada. Ella, presurosa, apretando la carta contra el pecho, corría hasta su cuarto para que sus ojos con mezcla de asombro y aspavientos se posaran una y otra vez sobre aquellas palabras que, escritas de manera desordenada, con letras grandes y otras chiquitas, con metáforas dulces y otras ardientes y copias de los más tiernos poemas, él le escribía cada domingo, sin faltar. Las leía en voz baja, con entonación de enamorada, soñaba que él las susurraba a su oído y luego la besaba. Pero ese día el cartero pasó de largo.
Pasó ese jueves, y el otro, y el otro, y varias semanas, y las cartas no llegaban. Entonces le escribió una carta dulce y sustanciosa con la certeza de que había sido un retraso del correo o que quizás había escrito la dirección equivocada. No hubo respuesta. Los jueves continuaron pasando silencios, fúnebres, opacos, con lluvias que no llegaban a caer y vientos que traían susurros y recuerdos. Veía al cartero desde la ventana sin atreverse a preguntar, y así pasaron los meses, unos tras otros y un año y el otro, hasta que el dolor se fue escondiendo. Había llorado y esperado. Llorado, esperado y desesperado. Otra vez llorado, y al fin se resignó. Con la tristeza de la resignación siguió viviendo. Pero no volvió a ser la misma. Ahora había otra muy distinta. Donde antes brillaban unos vivaces ojitos verdes, se posó la mancha de una mirada de virgen dolorida. Al igual que una Dolorosa se vistió de negro y se colocó mantilla. El cuerpo se le volvió en cansados pasos y el aleteo alegre de las manos se hizo lento como el ala de una paloma herida. Jamás fue la muchacha risueña que conocí en la infancia. Sólo aliviaba su pesar cantando: “Son tus cartas mi esperanza, mis temores y alegrías, y aunque sean tonterías escríbeme, escríbeme. Tu silencio me conmueva, me preocupa y predispone, y aunque sea con borrones, escríbeme, escríbeme.
Yo emigré a la Capital y ella se quedó en el pueblo con el rumor escandalizado de que él la había dejado por una mujer con la que tenía dos hijos. Surgió el silencio pero pronto se propagó la felonía. Lo cierto es el rumor salió de muy dentro de la casa y llegó de la calle, y de tanto repetirlo se convirtió en dogma. Un dogma de fe que nadie hizo el más mínimo esfuerzo de desacralizar. No volví verla hasta pasado unos diez años. Éramos de la misma edad pero ella aparentaba tener el doble. Se decía enferma y los médicos no podían diagnosticar la enfermedad. Nuestro reencuentro se produjo en el cumpleaños de Brígida, la hermana mayor, que después de muchos años había vuelto. Se había ido a residir a Puerto Rico. Contrajo matrimonio con un pastor evangélico que la adoraba.
Ese día, mientras los invitados bebían, bailaban y comían, yo me senté a su lado. Tratando de distraerla le conté de mi vida, de mis hijos, del marido, del nieto que esperaba y puse un tono de jocosa ironía en mi relato para ver si le sacaba una sonrisa. Pero ella permanecía callada, ausente de la música y los brindis, con la mirada triste de lago insomne, con una mueca amarga entre los labios y un vestido que parecía sacado del baúl de los recuerdos, me miraba como si me desconociera. También se había casado. Lo hizo con Jacinto, hombre pálido, esmirriado, con ojos de ratoncillo que trataban de atisbar lo que pasaba detrás de las gruesas gafas que parecían pesarle demasiado. De profesión contable, ganaba lo imprescindible y a no ser por lo que mi amiga había heredado de los abuelos y los padres, se morirían de hambre. Al igual que ella, no le oí pronunciar palabra en todo el tiempo que duró la fiesta.
Brígida estaba radiante. Cumplía 70 años y aparentaba 50. Era la viva imagen de una mujer realizada. Bien casada, hijos, nietos y una hermosa casa en las afueras del pueblo. Había logrado su figura de mujer estatua ejercitándose cada mañana. Su vida era jugar canasta, viajar cada verano, predicar la moral y las buenas costumbres a su antojo, y un marido que la complacía en todo. Lo único que no compaginaba en aquel dechado de perfecciones era su estridente risa que se presentía falsa y una voz demasiado aguda para tan eximia señora que se jactaba de ser dechado de virtudes y cualidades. Reía por todo y a toda hora. Con tanto énfasis lo hacía, tan sin reposo, sin tregua, que no había marera de hablar con ella. Hablaba alto, sin respirar siquiera.
Tres años después de aquella fiesta, enviudó mi amiga había. El marido callado, de gruesas gafas y ojos de ratoncillo murió mientras dormía con una expresión de desamparo y el dedo índice levantado como si quisiera señalar a alguien. Ella no lloraba. Ni siquiera tristeza había en su rostro. Había llorado tanto por la traición del otro que en sus ojos no quedaban más lágrimas ni para despedir a aquel con quien se había casado. Sus ojos, su mirada, su cuerpo, estaban secos. Solo quedaba en ella una resignación tan grande, tan vasta, tan incomparable, que su alma parecía haberse replegado a algún rincón oscuro e inalcanzable. Durante el funeral y hasta que el cadáver bajó a la fosa y los obreros lo cubrieron con una lápida pesada y oscura, Brígida no se apartó de su lado. Fue en el único momento que no la vi reír con esa risa espantosa que alborotaba a los pájaros y a los niños hacía temer.
No sé en qué momento se levantó de su lado. Movió la boca como cotorra amaestrada pero no dijo nada. Enfebrecida por no se supo qué demonio, buscó, rebuscó y sacó de un bolso negro, enorme y con aspecto de mal presentimiento, un manojo de cartas estrujadas. Las de él, para ella. Diciéndole cuanto la amaba, las de ella para él reprochándole su villanía.
viernes, 27 de marzo de 2009
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Buen trabajo con el blog! Me gusta el diseño y también los temas de las entradas, entraré a leerlo de vez en vez. Suerte!
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