EL ACTO DE ESCRIBIR
“Conocer a fondo el alma humana, no sorprenderse de nada, estar de vuelta de todo, pero conservar siempre la virginidad de la mirada ante cualquier tragedia, villanía, heroísmo o golpe de fortuna que acontezca en la vida y contarlo como si sucediera por primera vez: ésta es, a mi juicio, una regla de oro para el escritor”. Lo dice Manuel Vincent, escritor español.
Así nos gustaría que aparecieran los personajes de nuestras novelas y nuestros cuentos. Con los defectos, virtudes, vicios o heroicidad y todo lo que trae por dentro el alma de los seres que tratamos de hacer vivir en los que relatos. Asunto difícil ese de dar vida a seres imaginarios, y aún más a los de carne y hueso que han sido nuestros vecinos, amigos o conocidos y que tomamos de patrón. El ser humano es insondable. Nadie sabe los que en realidad piensa el hombre que vemos caminar por el parque todos los días. Ese de andar pausado, saludo cordial, conversación interesante puede haber sido un torturador en las mazmorras de una dictadura. O la mujer que entra en la casa de citas, vestida de rojo refulgente, puede ser la madre de un amigo, la que se empeña en que la comida esté a su hora y tener la casa limpia.
Darle vida a un personaje, hacerle creíble, como dice Vincent, es no sorprendernos de nada. Ni de que una madre mate a sus hijos, ni de que el hijo mate a la madre. Como si fuera la primera vez en la vida que pasara. Asó debe escribirse y así debe leerse. La acción de escribir es un vértigo, una emoción difícil de poner en palabras. Al lector puede gustarle o no. Puede encontrarle vacíos, exuberancias, contradicciones y no hay nada en su apreciación que disminuya al personaje. Puede esperar uno u otro final. Quizás se decepcione. Lo que no puede decir es que nunca ha habido una persona así. Quizás todavía no la conozca, pero las hay, y más aún en la mente del escritor.
Escribir es como el tiempo atmosférico, sujeto a sus propios recursos. Después de la lluvia viene la purificación de la Naturaleza. Quizás por eso se escribe, con mucha imaginación, desde los recuerdos, preferibles los de la infancia. Es que al llegar a la adultez, la lluvia de la juventud ha lavado el cauce por donde correrán las primeras páginas. Las imágenes, los sucesos, las personas, desde la distancia deben ser vistas con la virginidad de la mirada, intactas, en presente, con sus ropas y su pensamiento de antaño. Ningún personaje puede vivir en blanco y negro. Tendrá matices, sombras y luces, porque los humanos somos así. Ni el escritor, ni el lector, pueden perder su capacidad de asombro.
Hace unos días terminé de leer La Sombra del Viento (la cual recomiendo), la novela de Carlos Ruiz Zafón, en la que se une la más negra fantasía con la realidad más esplendorosa, y vi cómo una narración puede unir la lógica más contundente con la más desbordada creatividad y resultar encantadora y creíble. Ahora leo El Juego del Ángel, de mismo autor, como si leyera la tragedia, la ironía, el heroísmo o el golpe de suerte con mirada virginal.
Publicado en DL
21 de febrero de 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado
martes, 31 de marzo de 2009
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