LA POSTERIDAD, UN PASAJERO OLVIDADO
Los escritores ejercemos la vanidad absoluta al creer que nuestra obra perdurará hasta el infinito y algunos tienen la osadía de ordenar manuscritos e ir archivando notas para ese futuro ambicionado. Sólo hay que darle un vistazo a la realidad para ver que la posteridad es un pasajero olvidado en el último asiento de un tren que cruza a toda velocidad entre famosos de medio pelo y el barullo de alguna novela editada y alzada sobre el pedestal de los best-seller. No es lo mismo ponerse de moda por un tiempo que seguir viviendo aunque sea en el murmullo apagado de un buen libro.
Quiero recordar a Melba Marrero de Munné, una poeta, para los que no lo saben, nacida en San Francisco de Macorís, cuyos poemas parecen que han desaparecido de la historia. Dicen los que la conocieron que era bella, tan bella que su belleza eclipsaba a las grandes artistas de Hollywood, que competía en glamor con María Montez, Ana Berta Lepe, Marilyn Monroe, María Félix, y otras tantas. Que de ella se enamoraron jeques árabes y príncipes europeos, pero eso no importa ahora. Lo que llama mi atención es que parece que nadie la recuerda y sus libros no aparecen. Como si su muerte la hubiera llevado hacia la nada. Con Hilma Contreras pudo pasar lo mismo, a no ser por Ylonka Nacidid que la sacó del olvido y de la indiferencia, para presentárnosla como lo que era, una escritora, fotógrafa, de gran estatura literaria.
De Melba Marrero de Munné he encontrado, en Cuadernos Dominicanos de Cultura, tan sólo sus Cinco Rosas de Insomnio, un poema, que como ella misma dice en uno de sus versos es “…un sueño siempre abierto.” En él retrata su sensibilidad, sus miedos y temores, y escribe: “Ahora todo está roto/ como en un día feriado/ rotas aparecen las vidrieras/ y maquilladas de soledad/tantas puertas tiemblan…” Con tanto ruido informático, con tantos malos libros publicados, nuestros buenos escritores se borran, desaparecen del recuerdo y las nuevas generaciones los ignoran. Alguien debe tener en alguna gaveta los poemas inéditos de Melba. Alguien debe editarlos para que regresen del olvido. Rescatarla sería un acto de valentía y la posteridad, como pasajero de último asiento, la pondría en primera fila.
Los escritores muertos, son rescatados de cada año y por casualidad. Vuelven a ponerse de moda por un tiempo. Pero las posibilidades de ser reeditado son tan escasas como sacarse la lotería. Así, la memoria literaria, se ha ido borrando cada día. La pátina del tiempo va cubriendo los libros, las historias, los personajes y su forma de vida. Melba no es la excepción. Pero como ella misma escribe: “Pero ya no ambiciono nada/Ni acaso mirarte/ porque estoy luz sin sangre.” Es como si nos dijera desde el más allá que tiene tanta necesidad de cariño como el de que sus poemas fueran de nuevo publicados.
¿Y de Don Gabriel Morillo, poeta insigne, mocano ilustre, sentado en su vieja mecedora, muerto en la miseria, quién se acuerda? ¿Se atreve alguien a publicar sus versos?
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Publicado en DL.
martes, 31 de marzo de 2009
ESCRIBIR POR ESCRIBIR.
ESCRIBIR POR ESCRIBIR
Se piensa que para escribir se tiene que ser un buen escritor. Buenísimo, dirían algunos. Se cree también que poner las palabras en el papel es una tarea tortuosa y por eso muchos ni siquiera intentan. Hay que darse permiso para escribir al margen de lo que piensen y digan los demás. Dejar que las palabras fluyan, que floten, que se eleven, como si se las llevara el viento. El escritor se hace como aquel novel carpintero que comienza por hacer un anaquel. No hay que pretender desde el primer día que sea una obra de arte. Comencemos por ser aficionados, por pura diversión, con deseo de poner en palabras sentimientos y alegrías y saber que nos queda todo un camino por delante. Pensar que un escritor se gana la vida con sus libros publicados, es una tontería. Hasta los premiados necesitan hacer otras cosa, dar clases, charlas, escribir en los periódicos para poder subsistir. Publicar no hace ni mejor ni peor a un escritor. Ni siquiera la crítica.
Hay personas que hablan bien y les es difícil escribir. La palabra escrita se les convierte en imposible, la página en blanco les da pánico. Es que han olvidado el término “borrador” y quieren que las palabras salgan como pedazos de oro puro. No creen en los errores y piensan que por ello no saben escribir. No tiene que ser así. De los errores se aprende, y mucho. Si dejamos a un lado la palabra “escritor” y tomamos la escritura como un simple acto de escuchar y darle nombre a lo que oímos, vemos que desaparecen, como por encanto, aquellas reglas que nos atan. “Una figura se construye a sí misma, posee unas reglas propias que nos son reveladas si escuchamos con atención” dice Julia Cameron, una mujer que empezó a escribir por escribir, de la manera más sencilla.
Aunque hay que observar algunas reglas, la forma no puede imponerse, y gracias a Dios hoy existe libertad para escribir lo que uno quiere y cómo quiere. Para muestras están las novelas de Junot Díaz (La Breve y Maravillosa Vida de Oscar Wao), y Candela, la de Rey Emmanuel Andújar, ambas escritas en el lenguaje de la calle, irreverentes, y sin embargo, excelentes. Ante todo, el lector hace al escritor. Es preciso leer y leer mucho, tomar ejemplos y a veces hasta es bueno imitar, plagiar no, que eso es deshonroso. Todos hemos tenido alguna vez a alguien de quién nos guste cómo escribe, la manera de adjetivar, de usar las palabras, y eso es lo que podemos imitar, luego, cada uno cogerá su camino y su estilo.
Una de las cosas más sencillas e inteligentes es la dirección, lo que es lo mismo que decir, caer sobre la página. Fluir. Dejarse llevar. Pero siempre poniendo atención en lo que se escribe, lo que significa pensar antes de escribir. Olvidarse del ego. Hay un mundo grande y rico a nuestro alrededor y sólo hay que fijarse en él, observar los detalles. En un paisaje, por ejemplo, todos ven los árboles, las nubes, las aves, y el escritor ve eso y mucho más, ve detalles, matices, colores, sabores, los olores. Esencial a la hora de escribir.
31 de enero 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Publicado en DL.
Se piensa que para escribir se tiene que ser un buen escritor. Buenísimo, dirían algunos. Se cree también que poner las palabras en el papel es una tarea tortuosa y por eso muchos ni siquiera intentan. Hay que darse permiso para escribir al margen de lo que piensen y digan los demás. Dejar que las palabras fluyan, que floten, que se eleven, como si se las llevara el viento. El escritor se hace como aquel novel carpintero que comienza por hacer un anaquel. No hay que pretender desde el primer día que sea una obra de arte. Comencemos por ser aficionados, por pura diversión, con deseo de poner en palabras sentimientos y alegrías y saber que nos queda todo un camino por delante. Pensar que un escritor se gana la vida con sus libros publicados, es una tontería. Hasta los premiados necesitan hacer otras cosa, dar clases, charlas, escribir en los periódicos para poder subsistir. Publicar no hace ni mejor ni peor a un escritor. Ni siquiera la crítica.
Hay personas que hablan bien y les es difícil escribir. La palabra escrita se les convierte en imposible, la página en blanco les da pánico. Es que han olvidado el término “borrador” y quieren que las palabras salgan como pedazos de oro puro. No creen en los errores y piensan que por ello no saben escribir. No tiene que ser así. De los errores se aprende, y mucho. Si dejamos a un lado la palabra “escritor” y tomamos la escritura como un simple acto de escuchar y darle nombre a lo que oímos, vemos que desaparecen, como por encanto, aquellas reglas que nos atan. “Una figura se construye a sí misma, posee unas reglas propias que nos son reveladas si escuchamos con atención” dice Julia Cameron, una mujer que empezó a escribir por escribir, de la manera más sencilla.
Aunque hay que observar algunas reglas, la forma no puede imponerse, y gracias a Dios hoy existe libertad para escribir lo que uno quiere y cómo quiere. Para muestras están las novelas de Junot Díaz (La Breve y Maravillosa Vida de Oscar Wao), y Candela, la de Rey Emmanuel Andújar, ambas escritas en el lenguaje de la calle, irreverentes, y sin embargo, excelentes. Ante todo, el lector hace al escritor. Es preciso leer y leer mucho, tomar ejemplos y a veces hasta es bueno imitar, plagiar no, que eso es deshonroso. Todos hemos tenido alguna vez a alguien de quién nos guste cómo escribe, la manera de adjetivar, de usar las palabras, y eso es lo que podemos imitar, luego, cada uno cogerá su camino y su estilo.
Una de las cosas más sencillas e inteligentes es la dirección, lo que es lo mismo que decir, caer sobre la página. Fluir. Dejarse llevar. Pero siempre poniendo atención en lo que se escribe, lo que significa pensar antes de escribir. Olvidarse del ego. Hay un mundo grande y rico a nuestro alrededor y sólo hay que fijarse en él, observar los detalles. En un paisaje, por ejemplo, todos ven los árboles, las nubes, las aves, y el escritor ve eso y mucho más, ve detalles, matices, colores, sabores, los olores. Esencial a la hora de escribir.
31 de enero 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Publicado en DL.
ESCRIBIR EN MOMENTOS DIFÍCILES.
ESCRIBIR EN MOMENTOS DIFÍCILES
Hay personas que escriben en los momentos más difíciles de sus vidas. Hay quien mejor escribe cuando siente que la vida se le va de las manos. Hay otros que se encierran y hasta que no ponen punto final no salen de su habitación. Yo no, necesito estar en contacto con la gente. Escribo, me levanto, me hago un café, miro el paisaje y luego regreso a la computadora. Pero si en uno de esos intervalos se me ocurre algo que deba decir o sentir el personaje, lo abandono todo y corro a escribirlo. En fin, que hay toda clase de escritores. Muchas novelas, poemas y cuentos han salido de momentos de dolor, de enfermedades, de desamor. Me contaba una amiga que a raíz de su divorcio el dolor era tan fuerte que le impedía levantarse de la cama, pero un día decidió poner toda la rabia, la impotencia, el deseo de morir, a uno de sus personajes. Se quedó escribiendo en la penumbra y el silencio de su cuarto hasta que se le gastó del deseo de venganza. Le salió una novela tan auténtica que su editor se quedó asombrado.
Escribir no es un monólogo, más bien una conversación con los personajes, cuestiones que nunca te habías planteado, ver y construir un mundo de un modo diferente. A veces dar vuelta a un suceso, retomar una noticia desde otro ángulo, es un buen motivo para escribir. Cada uno ve las cosas a su manera. Un simple hecho cotidiano, como ir al trabajo, puede ser un tema interesante si se le pone la energía y la fuerza necesaria. La creatividad es como si alguien quisiera escribir a través de nosotros y nos pasa su estado de ánimo. Descubrirlo es cuestión de tiempo y paciencia. Escribir es un arte y también un oficio. Sólo hay que darse permiso para hacerlo. A mí, la nieve me pone triste, pero si me asomo a la computadora y abro cualquiera de mis cuentos o la novela a medio escribir, me engancho y ya no hay quien me saque de allí. Es como coser y cantar, basta con empezar.
Virginia Woolf hablaba de tener una habitación propia, yo la tengo y la disfruto, pero también he escrito en la cocina, sobre un libro de recetas, en un lugar repleto de gente, y creo que lo que ella quería decir es que podemos o debemos escribir como si lo hiciéramos dentro de nosotros mismos, desde el corazón, del estado de ánimo en que nos encontremos. Abrir la puerta al desánimo o poner en el personaje el motivo de nuestro enfado, es bueno, porque resulta más auténtico. Eso hacen muchos escritores, por lo cual muchas novelas parecen autobiográficas, y algo de ello tienen. En cuanto a la habitación propia, sería muy bueno tener un lugar apropiado, lejos del mundanal ruido o del ajetreo de la casa. Porque no hay que negar que a la creatividad le gusta el silencio y la paz. Ahí se puede escuchar la voz interior, ese tema que nos ronda día y noche y no nos deja dormir. Ese título que lleva el nombre de un bolero que nos gusta tanto y tatareamos a cualquier hora. Es que del buen estado de ánimo o los momentos difíciles nace la creatividad. Luego habrá que corregir y pulir.
14 de febrero 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado.- Publicado en DL.
Hay personas que escriben en los momentos más difíciles de sus vidas. Hay quien mejor escribe cuando siente que la vida se le va de las manos. Hay otros que se encierran y hasta que no ponen punto final no salen de su habitación. Yo no, necesito estar en contacto con la gente. Escribo, me levanto, me hago un café, miro el paisaje y luego regreso a la computadora. Pero si en uno de esos intervalos se me ocurre algo que deba decir o sentir el personaje, lo abandono todo y corro a escribirlo. En fin, que hay toda clase de escritores. Muchas novelas, poemas y cuentos han salido de momentos de dolor, de enfermedades, de desamor. Me contaba una amiga que a raíz de su divorcio el dolor era tan fuerte que le impedía levantarse de la cama, pero un día decidió poner toda la rabia, la impotencia, el deseo de morir, a uno de sus personajes. Se quedó escribiendo en la penumbra y el silencio de su cuarto hasta que se le gastó del deseo de venganza. Le salió una novela tan auténtica que su editor se quedó asombrado.
Escribir no es un monólogo, más bien una conversación con los personajes, cuestiones que nunca te habías planteado, ver y construir un mundo de un modo diferente. A veces dar vuelta a un suceso, retomar una noticia desde otro ángulo, es un buen motivo para escribir. Cada uno ve las cosas a su manera. Un simple hecho cotidiano, como ir al trabajo, puede ser un tema interesante si se le pone la energía y la fuerza necesaria. La creatividad es como si alguien quisiera escribir a través de nosotros y nos pasa su estado de ánimo. Descubrirlo es cuestión de tiempo y paciencia. Escribir es un arte y también un oficio. Sólo hay que darse permiso para hacerlo. A mí, la nieve me pone triste, pero si me asomo a la computadora y abro cualquiera de mis cuentos o la novela a medio escribir, me engancho y ya no hay quien me saque de allí. Es como coser y cantar, basta con empezar.
Virginia Woolf hablaba de tener una habitación propia, yo la tengo y la disfruto, pero también he escrito en la cocina, sobre un libro de recetas, en un lugar repleto de gente, y creo que lo que ella quería decir es que podemos o debemos escribir como si lo hiciéramos dentro de nosotros mismos, desde el corazón, del estado de ánimo en que nos encontremos. Abrir la puerta al desánimo o poner en el personaje el motivo de nuestro enfado, es bueno, porque resulta más auténtico. Eso hacen muchos escritores, por lo cual muchas novelas parecen autobiográficas, y algo de ello tienen. En cuanto a la habitación propia, sería muy bueno tener un lugar apropiado, lejos del mundanal ruido o del ajetreo de la casa. Porque no hay que negar que a la creatividad le gusta el silencio y la paz. Ahí se puede escuchar la voz interior, ese tema que nos ronda día y noche y no nos deja dormir. Ese título que lleva el nombre de un bolero que nos gusta tanto y tatareamos a cualquier hora. Es que del buen estado de ánimo o los momentos difíciles nace la creatividad. Luego habrá que corregir y pulir.
14 de febrero 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado.- Publicado en DL.
ELACTO DE ESCRIBIR.
EL ACTO DE ESCRIBIR
“Conocer a fondo el alma humana, no sorprenderse de nada, estar de vuelta de todo, pero conservar siempre la virginidad de la mirada ante cualquier tragedia, villanía, heroísmo o golpe de fortuna que acontezca en la vida y contarlo como si sucediera por primera vez: ésta es, a mi juicio, una regla de oro para el escritor”. Lo dice Manuel Vincent, escritor español.
Así nos gustaría que aparecieran los personajes de nuestras novelas y nuestros cuentos. Con los defectos, virtudes, vicios o heroicidad y todo lo que trae por dentro el alma de los seres que tratamos de hacer vivir en los que relatos. Asunto difícil ese de dar vida a seres imaginarios, y aún más a los de carne y hueso que han sido nuestros vecinos, amigos o conocidos y que tomamos de patrón. El ser humano es insondable. Nadie sabe los que en realidad piensa el hombre que vemos caminar por el parque todos los días. Ese de andar pausado, saludo cordial, conversación interesante puede haber sido un torturador en las mazmorras de una dictadura. O la mujer que entra en la casa de citas, vestida de rojo refulgente, puede ser la madre de un amigo, la que se empeña en que la comida esté a su hora y tener la casa limpia.
Darle vida a un personaje, hacerle creíble, como dice Vincent, es no sorprendernos de nada. Ni de que una madre mate a sus hijos, ni de que el hijo mate a la madre. Como si fuera la primera vez en la vida que pasara. Asó debe escribirse y así debe leerse. La acción de escribir es un vértigo, una emoción difícil de poner en palabras. Al lector puede gustarle o no. Puede encontrarle vacíos, exuberancias, contradicciones y no hay nada en su apreciación que disminuya al personaje. Puede esperar uno u otro final. Quizás se decepcione. Lo que no puede decir es que nunca ha habido una persona así. Quizás todavía no la conozca, pero las hay, y más aún en la mente del escritor.
Escribir es como el tiempo atmosférico, sujeto a sus propios recursos. Después de la lluvia viene la purificación de la Naturaleza. Quizás por eso se escribe, con mucha imaginación, desde los recuerdos, preferibles los de la infancia. Es que al llegar a la adultez, la lluvia de la juventud ha lavado el cauce por donde correrán las primeras páginas. Las imágenes, los sucesos, las personas, desde la distancia deben ser vistas con la virginidad de la mirada, intactas, en presente, con sus ropas y su pensamiento de antaño. Ningún personaje puede vivir en blanco y negro. Tendrá matices, sombras y luces, porque los humanos somos así. Ni el escritor, ni el lector, pueden perder su capacidad de asombro.
Hace unos días terminé de leer La Sombra del Viento (la cual recomiendo), la novela de Carlos Ruiz Zafón, en la que se une la más negra fantasía con la realidad más esplendorosa, y vi cómo una narración puede unir la lógica más contundente con la más desbordada creatividad y resultar encantadora y creíble. Ahora leo El Juego del Ángel, de mismo autor, como si leyera la tragedia, la ironía, el heroísmo o el golpe de suerte con mirada virginal.
Publicado en DL
21 de febrero de 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado
“Conocer a fondo el alma humana, no sorprenderse de nada, estar de vuelta de todo, pero conservar siempre la virginidad de la mirada ante cualquier tragedia, villanía, heroísmo o golpe de fortuna que acontezca en la vida y contarlo como si sucediera por primera vez: ésta es, a mi juicio, una regla de oro para el escritor”. Lo dice Manuel Vincent, escritor español.
Así nos gustaría que aparecieran los personajes de nuestras novelas y nuestros cuentos. Con los defectos, virtudes, vicios o heroicidad y todo lo que trae por dentro el alma de los seres que tratamos de hacer vivir en los que relatos. Asunto difícil ese de dar vida a seres imaginarios, y aún más a los de carne y hueso que han sido nuestros vecinos, amigos o conocidos y que tomamos de patrón. El ser humano es insondable. Nadie sabe los que en realidad piensa el hombre que vemos caminar por el parque todos los días. Ese de andar pausado, saludo cordial, conversación interesante puede haber sido un torturador en las mazmorras de una dictadura. O la mujer que entra en la casa de citas, vestida de rojo refulgente, puede ser la madre de un amigo, la que se empeña en que la comida esté a su hora y tener la casa limpia.
Darle vida a un personaje, hacerle creíble, como dice Vincent, es no sorprendernos de nada. Ni de que una madre mate a sus hijos, ni de que el hijo mate a la madre. Como si fuera la primera vez en la vida que pasara. Asó debe escribirse y así debe leerse. La acción de escribir es un vértigo, una emoción difícil de poner en palabras. Al lector puede gustarle o no. Puede encontrarle vacíos, exuberancias, contradicciones y no hay nada en su apreciación que disminuya al personaje. Puede esperar uno u otro final. Quizás se decepcione. Lo que no puede decir es que nunca ha habido una persona así. Quizás todavía no la conozca, pero las hay, y más aún en la mente del escritor.
Escribir es como el tiempo atmosférico, sujeto a sus propios recursos. Después de la lluvia viene la purificación de la Naturaleza. Quizás por eso se escribe, con mucha imaginación, desde los recuerdos, preferibles los de la infancia. Es que al llegar a la adultez, la lluvia de la juventud ha lavado el cauce por donde correrán las primeras páginas. Las imágenes, los sucesos, las personas, desde la distancia deben ser vistas con la virginidad de la mirada, intactas, en presente, con sus ropas y su pensamiento de antaño. Ningún personaje puede vivir en blanco y negro. Tendrá matices, sombras y luces, porque los humanos somos así. Ni el escritor, ni el lector, pueden perder su capacidad de asombro.
Hace unos días terminé de leer La Sombra del Viento (la cual recomiendo), la novela de Carlos Ruiz Zafón, en la que se une la más negra fantasía con la realidad más esplendorosa, y vi cómo una narración puede unir la lógica más contundente con la más desbordada creatividad y resultar encantadora y creíble. Ahora leo El Juego del Ángel, de mismo autor, como si leyera la tragedia, la ironía, el heroísmo o el golpe de suerte con mirada virginal.
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21 de febrero de 2009
Ligia Minaya
Denver, Colorado
DE PUBLICIDAD Y DEMÁS YERBAS. Publicado en DL.
DE PUBLICIDAD Y DEMÁS YERBAS
La marca Heinz tuvo que sacar del medio su último comercial de aderezos y salsas. Dos hombres besándose hicieron sonar las alarmas de muchísimas familias ¿Cómo explicarlo a los niños? Lo mismo sucedió con Snikers. En ese sale Mr. T. en un tanque blindado, disparando chocolates contra un corredor de aspecto amanerado, y le grita: “eres una desgracia humana, te haré correr como un hombre”. Y me pregunto, qué tienen que ver dos hombres besándose, con aderezos. Ni los chocolates con el monigote insolente, y ya desprestigiado, de un Mr. T. agresivo e insultante.
Pasa lo mismo, con jovencita de dieciocho años en un anuncio de crema anti arrugas. O una mujer desnuda promoviendo un lavaplatos. Ahora sale Eva Méndez, revolcándose en una cama, emitiendo gemidos orgásmicos, para promover un perfume. No es que la publicidad tenga que ser educativa, ojalá lo fuera. Es que una cosa no tiene que ver con la otra. Ni la jovencita tiene arrugas, ni la desnuda tiene que ver con los platos sucios, y menos aún un perfume y un orgasmo, por más bueno que sea el primero, y ni qué decir el segundo.
Los hay para toda la vida. Por ejemplo, Aunt Jemima, en las cajas de harina para waffles. A pesar de los años, esa negra, de pañuelo blanco en la cabeza, es y seguirá siendo un símbolo del desayuno norteamericano. ¿Recuerdan aquel en que aparecía Susana Morillo? “Nevera nueva, y de dos puertas”. O aquel de Cuquín Victoria: “Este es un país muy especial”. Han quedado en la memoria colectiva. La cuestión es no ofender. El de Mr. T. no había salido, cuando sonó el grito en el cielo, Y ni se diga con el de los homosexuales besándose. Las empresas comerciales no se pueden permitir denigrar a un conglomerado tan potente. Imagínese que los homosexuales dejen de comprar tal o cual producto. O que usted crea que con un perfume va a conseguir orgasmos exorbitantes, y en conclusión, nada de nada ¿Y entonces?
En nuestro país hubo un anuncio que proclamaba que la educación debía ser una obsesión. El que lo ideó no se enteró que la obsesión es una grave desviación de la conducta humana. Otro, para ahuyentar las drogas, ponía a un niño a jugar con un puñal ¡Tremendo riesgo! Y es que la TV entra por puertas y ventanas, y no están siempre los padres para señalar lo que va y lo que no va. Y hasta hay incapacidad en los adultos, y los niños creen que todo lo que ven es palabra santa, y te adoramos Señor. Luego quieren que no haya violencia, que no haya discriminación. Pero ahí está, en la publicidad, en las películas, en los muñequitos, y más aún en los video-juegos.
Hay quien se pasa de la raya. Desde el 9/11 se ve terrorismo hasta en la sopa. Donkin´Donuts presenta un té en el que aparece una mujer con algo similar a una kufiya, el pañuelo que usan los palestinos, y los gringos ha puesto nueva vez el grito al cielo ¡Tampoco es para tanto! Ni tanto cerca que queme al santo, ni tan lejos que no alumbre. La publicidad, como todo, tiene sus yerbas aromáticas, y hasta sus contratiempos.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
La marca Heinz tuvo que sacar del medio su último comercial de aderezos y salsas. Dos hombres besándose hicieron sonar las alarmas de muchísimas familias ¿Cómo explicarlo a los niños? Lo mismo sucedió con Snikers. En ese sale Mr. T. en un tanque blindado, disparando chocolates contra un corredor de aspecto amanerado, y le grita: “eres una desgracia humana, te haré correr como un hombre”. Y me pregunto, qué tienen que ver dos hombres besándose, con aderezos. Ni los chocolates con el monigote insolente, y ya desprestigiado, de un Mr. T. agresivo e insultante.
Pasa lo mismo, con jovencita de dieciocho años en un anuncio de crema anti arrugas. O una mujer desnuda promoviendo un lavaplatos. Ahora sale Eva Méndez, revolcándose en una cama, emitiendo gemidos orgásmicos, para promover un perfume. No es que la publicidad tenga que ser educativa, ojalá lo fuera. Es que una cosa no tiene que ver con la otra. Ni la jovencita tiene arrugas, ni la desnuda tiene que ver con los platos sucios, y menos aún un perfume y un orgasmo, por más bueno que sea el primero, y ni qué decir el segundo.
Los hay para toda la vida. Por ejemplo, Aunt Jemima, en las cajas de harina para waffles. A pesar de los años, esa negra, de pañuelo blanco en la cabeza, es y seguirá siendo un símbolo del desayuno norteamericano. ¿Recuerdan aquel en que aparecía Susana Morillo? “Nevera nueva, y de dos puertas”. O aquel de Cuquín Victoria: “Este es un país muy especial”. Han quedado en la memoria colectiva. La cuestión es no ofender. El de Mr. T. no había salido, cuando sonó el grito en el cielo, Y ni se diga con el de los homosexuales besándose. Las empresas comerciales no se pueden permitir denigrar a un conglomerado tan potente. Imagínese que los homosexuales dejen de comprar tal o cual producto. O que usted crea que con un perfume va a conseguir orgasmos exorbitantes, y en conclusión, nada de nada ¿Y entonces?
En nuestro país hubo un anuncio que proclamaba que la educación debía ser una obsesión. El que lo ideó no se enteró que la obsesión es una grave desviación de la conducta humana. Otro, para ahuyentar las drogas, ponía a un niño a jugar con un puñal ¡Tremendo riesgo! Y es que la TV entra por puertas y ventanas, y no están siempre los padres para señalar lo que va y lo que no va. Y hasta hay incapacidad en los adultos, y los niños creen que todo lo que ven es palabra santa, y te adoramos Señor. Luego quieren que no haya violencia, que no haya discriminación. Pero ahí está, en la publicidad, en las películas, en los muñequitos, y más aún en los video-juegos.
Hay quien se pasa de la raya. Desde el 9/11 se ve terrorismo hasta en la sopa. Donkin´Donuts presenta un té en el que aparece una mujer con algo similar a una kufiya, el pañuelo que usan los palestinos, y los gringos ha puesto nueva vez el grito al cielo ¡Tampoco es para tanto! Ni tanto cerca que queme al santo, ni tan lejos que no alumbre. La publicidad, como todo, tiene sus yerbas aromáticas, y hasta sus contratiempos.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
DE ESCRITORES Y PUBLICAIONES
DE ESCRITORES Y PUBLICACIONES
Durante toda la vida, los escritores dominicanos, hemos tenido que pagar la publicación de nuestros propios libros. Ir de librería en librería a ponerlos en los anaqueles, y algún día cobrarlos, si es que no nos los devuelven ya gastados, sucios y olvidados. En resumen, eso es escribir en dominicano. Es cierto que de un tiempo a esta parte existen editoras extranjeras radicadas en el país que han publicado algunos de nuestros buenos libros. No tantos como quisiéramos. Eso no alivia el doloroso proceso de escribir y publicar. El ámbito de estas editoriales varía de país a país. Traspasar las fronteras de la isla es una hazaña. Quizás haya que alzar más lo nuestro y no andar con tanto extranjerismo literario.
Tal vez ganar un concurso internacional nos salve y nos instale al alcance de otras manos, de otros lectores, de otros ojos. Por eso hay quien manda relatos y poemas de aquí para allá, con la esperanza de ser publicado en otras latitudes y ganar unos euros. Pero esta ilusión se desvanece cuando el concurso, en especial en las grandes editoras, no se hace en un ambiente puramente literario, sino en el que median los agentes, nombres ya conocidos y los dueños del negocio. Cuentan que muchas de esas “señoras editoras” llaman a un autor o autora ya reconocido y le dicen que escriban una novela para tal o cual premio. Entonces, de las miles que reciben sacan cinco o seis, al azar, y la presentan al jurado como una preselección. Por supuesto, la que gana es la del reconocido. Las demás son meros bultos.
Otros autores optan por peregrinar, por mandar sus manuscritos a cuanta editorial exista. Si hay suerte, el consejo editorial los lee. En muchos casos, los más, van a parar a la basura tan pronto llegan a la puerta. No es que el escritor sea malo, ni que a su obra le falte algo, es que al parecer se necesita de la suerte, como por ejemplo, que alguien, en una aburrida tarde de lluvia, se lea tu novela y que sabiendo que es buena, aún seas un desconocido, salga corriendo y la publique. Lo doloroso es la espera, más que la respuesta de rechazo. En otras, una buena novela es rechazada una y otra vez. Ahí está García Márquez y sus Cien Años de Soledad, que anduvo de mano en mano hasta que la visión divina de Carmen Barcell la llevó a lo más alto. De eso hace méritos el gusto del quien la lee. Hay quién dice que no le gustó por mala, lo cual es válido, y otros dicen que es mala porque no le gustó, lo cual es inválido también. Nadie es monedita de oro para gustar a todo el mundo.
El escritor debe saber que su oficio está bordado de soledades. Soledad al escribir, soledad al corregir, soledad al repasar, y que el mercado tiene sus reglas. Que un rechazo no constituye un fracaso. Ser autor dominicano tiene sus méritos, aunque algunos no lo crean. Tampoco hay que escribir y publicar año tras año. Las editoras extranjeras están ahí. Tiempo al tiempo, y si no, a seguir pagando de nuestro propio bolsillo, y amén y amén, que Dios dirá.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Publicado en Diario Libre.
Durante toda la vida, los escritores dominicanos, hemos tenido que pagar la publicación de nuestros propios libros. Ir de librería en librería a ponerlos en los anaqueles, y algún día cobrarlos, si es que no nos los devuelven ya gastados, sucios y olvidados. En resumen, eso es escribir en dominicano. Es cierto que de un tiempo a esta parte existen editoras extranjeras radicadas en el país que han publicado algunos de nuestros buenos libros. No tantos como quisiéramos. Eso no alivia el doloroso proceso de escribir y publicar. El ámbito de estas editoriales varía de país a país. Traspasar las fronteras de la isla es una hazaña. Quizás haya que alzar más lo nuestro y no andar con tanto extranjerismo literario.
Tal vez ganar un concurso internacional nos salve y nos instale al alcance de otras manos, de otros lectores, de otros ojos. Por eso hay quien manda relatos y poemas de aquí para allá, con la esperanza de ser publicado en otras latitudes y ganar unos euros. Pero esta ilusión se desvanece cuando el concurso, en especial en las grandes editoras, no se hace en un ambiente puramente literario, sino en el que median los agentes, nombres ya conocidos y los dueños del negocio. Cuentan que muchas de esas “señoras editoras” llaman a un autor o autora ya reconocido y le dicen que escriban una novela para tal o cual premio. Entonces, de las miles que reciben sacan cinco o seis, al azar, y la presentan al jurado como una preselección. Por supuesto, la que gana es la del reconocido. Las demás son meros bultos.
Otros autores optan por peregrinar, por mandar sus manuscritos a cuanta editorial exista. Si hay suerte, el consejo editorial los lee. En muchos casos, los más, van a parar a la basura tan pronto llegan a la puerta. No es que el escritor sea malo, ni que a su obra le falte algo, es que al parecer se necesita de la suerte, como por ejemplo, que alguien, en una aburrida tarde de lluvia, se lea tu novela y que sabiendo que es buena, aún seas un desconocido, salga corriendo y la publique. Lo doloroso es la espera, más que la respuesta de rechazo. En otras, una buena novela es rechazada una y otra vez. Ahí está García Márquez y sus Cien Años de Soledad, que anduvo de mano en mano hasta que la visión divina de Carmen Barcell la llevó a lo más alto. De eso hace méritos el gusto del quien la lee. Hay quién dice que no le gustó por mala, lo cual es válido, y otros dicen que es mala porque no le gustó, lo cual es inválido también. Nadie es monedita de oro para gustar a todo el mundo.
El escritor debe saber que su oficio está bordado de soledades. Soledad al escribir, soledad al corregir, soledad al repasar, y que el mercado tiene sus reglas. Que un rechazo no constituye un fracaso. Ser autor dominicano tiene sus méritos, aunque algunos no lo crean. Tampoco hay que escribir y publicar año tras año. Las editoras extranjeras están ahí. Tiempo al tiempo, y si no, a seguir pagando de nuestro propio bolsillo, y amén y amén, que Dios dirá.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Publicado en Diario Libre.
lunes, 30 de marzo de 2009
SOLEDAD (cuento)
SOLEDAD
La lluvia cae sin cesar. Son las cinco y las luces ya encendidas ponen destellos refulgentes en el asfalto, en los faroles, en las ventanas de las casas. No sabe cuándo comenzó la tarde, allí encerrada, entre cuatro paredes, no atina cómo acaba el día y comienza la noche. Desde la madrugada llueve sin cesar, una lluvia desquiciada, alevosa y fría. Marina camina apresurada, salta charcos, evade cunetas por las que el agua corre sin cesar, resbala. No cae. Está empapada. El autobús se retrasa. Por fin llega a su casa, una pieza pequeña, donde apenas cabe un sofá-cama y un par de sillas. Se tumba en el sofá. Tiene frío, mucho frío. El viejo abrigo que cuenta muchos años ya no la abriga. Se lo quita y lo tira sobre una de las sillas. Soledad la mira y se acurruca entre el hueco que dejan sus caderas y un descolorido almohadón. El tiempo pasa y ellas, en la misma posición, miran caer la oscuridad de una noche que no parece tener fin. Una noche que se parece a un manto de luto acentuado sobre afligidos deudos.
Mira Soledad, hoy he tenido un día horrible. A Mrs. Lane la llevaron al hospital. Comenzó a vomitar, a temblar, y no tuve más remedio que llamar a la ambulancia. Fue preciso forcejear con los paramédicos para que me permitieran acompañarla. Soy su única amiga, la persona que por más de diez años la ha cuidado. Se agarraba a mi mano, gemía, y entre temblores suplicaba que me dejaran a su lado. La acompañé. Me quedé en la antesala de Emergencia. El silencio, pesado, interrumpido a veces por la llegada de algún médico o por la salida de una enfermera, me afligía. ¿Me estás escuchando Soledad? Por favor, no duermas mientras te hablo. Mira que eres a quien le cuento todo. Quién mejor que tú sabe de mi vida. Vida miserable de ilegal, de mujer sin papeles, que vive atendiendo viejos ajenos, limpiando mierda, aseando pisos... ¡Por favor, escúchame!
Soledad abre sus ojos soñolientos, la mira como quien mira desde lejos, se arrebuja en el sofá, extiende sus extremidades y la mira de nuevo, esta vez con la mirada perdida, como si no entendiera nada. Se acurruca a su pecho y vuelve a dormir.
Oye, oye esto, Soledad. Cuando después de cinco horas salió el médico y me pregunto ¿Es usted su pariente? Si, le dije. La señora ha muerto. Se me cayó el alma. Lo dijo con tanta frialdad como la que a esta hora ronda por las calles. ¿Sabes Soledad? No dije nada, y aquí estoy, contándotelo a ti. Después llamé al hijo que vive Atlanta y nadie respondió. Le dejé el mensaje. No, no lo conozco. Nunca lo he visto. Jamás vino a visitarla. La enterrarán dentro de unos días, pasada la autopsia, los trámites, ya sabes cómo son las cosas. Ya tenía pagado el funeral y los detalles los había dejado por escrito. Seré la única que la acompañe, supongo. No me mires con esos ojos de indiferencia, Soledad, ya te dije que no sé si el hijo vendrá. Lo que sí doy por seguro es que de ahora en adelante no sé qué será de mí. Nos queríamos mucho, como familia, decía ella. Nos teníamos una a la otra, y aunque a veces surgían encontronazos, disparidades, no hubo nada que nos separara, más que su tacañería. Era tacaña, tan tacaña que se resistía a que tirara a la basura cualquier resto de comida, y cuando lo hacía, me contestaba que no sabía yo lo que era pasar hambre y frío, que lo pasó cuando sus padres, con tres años, la trajeron de Italia. Fue terrible, me decía. Nos desnudaron, todos juntos, hombre, mujeres y niños, y nos bañaron con líquidos y jabones, como si de animales enfermos se tratara.
¡Cómo si no supiera yo lo que es pasar trabajo! Si desde que llegué no he hecho otra cosa que pasar por toda clase de calamidades. Y ella lo sabía, por eso me pagaba poco y solo me permitía un día libre en todo el mes. Me explotaba Soledad, me explotaba… como se explota a un indocumentado. Pero como no tenía dónde ir, me aguantaba. ¿Sabes Soledad que prefiero suicidarme a volver a mi país con la derrota a cuestas? Soledad, haz un esfuerzo, no te duermas. ¡Ah, estas despiertas! ¿Me has escuchado? Mira que eres terca. Tan bien que te trato y tú como si nada. Mira, lo que te traje… Ven. No, no te vayas... deja que acaba de contarte…
Soledad estira las extremidades, lanza un ronroneo, se levanta del sofá y se va al rincón donde encuentra, como cada día, migas de pan humedecidas en leche y una colcha desteñida en la que duerme.
La lluvia cae sin cesar. Son las cinco y las luces ya encendidas ponen destellos refulgentes en el asfalto, en los faroles, en las ventanas de las casas. No sabe cuándo comenzó la tarde, allí encerrada, entre cuatro paredes, no atina cómo acaba el día y comienza la noche. Desde la madrugada llueve sin cesar, una lluvia desquiciada, alevosa y fría. Marina camina apresurada, salta charcos, evade cunetas por las que el agua corre sin cesar, resbala. No cae. Está empapada. El autobús se retrasa. Por fin llega a su casa, una pieza pequeña, donde apenas cabe un sofá-cama y un par de sillas. Se tumba en el sofá. Tiene frío, mucho frío. El viejo abrigo que cuenta muchos años ya no la abriga. Se lo quita y lo tira sobre una de las sillas. Soledad la mira y se acurruca entre el hueco que dejan sus caderas y un descolorido almohadón. El tiempo pasa y ellas, en la misma posición, miran caer la oscuridad de una noche que no parece tener fin. Una noche que se parece a un manto de luto acentuado sobre afligidos deudos.
Mira Soledad, hoy he tenido un día horrible. A Mrs. Lane la llevaron al hospital. Comenzó a vomitar, a temblar, y no tuve más remedio que llamar a la ambulancia. Fue preciso forcejear con los paramédicos para que me permitieran acompañarla. Soy su única amiga, la persona que por más de diez años la ha cuidado. Se agarraba a mi mano, gemía, y entre temblores suplicaba que me dejaran a su lado. La acompañé. Me quedé en la antesala de Emergencia. El silencio, pesado, interrumpido a veces por la llegada de algún médico o por la salida de una enfermera, me afligía. ¿Me estás escuchando Soledad? Por favor, no duermas mientras te hablo. Mira que eres a quien le cuento todo. Quién mejor que tú sabe de mi vida. Vida miserable de ilegal, de mujer sin papeles, que vive atendiendo viejos ajenos, limpiando mierda, aseando pisos... ¡Por favor, escúchame!
Soledad abre sus ojos soñolientos, la mira como quien mira desde lejos, se arrebuja en el sofá, extiende sus extremidades y la mira de nuevo, esta vez con la mirada perdida, como si no entendiera nada. Se acurruca a su pecho y vuelve a dormir.
Oye, oye esto, Soledad. Cuando después de cinco horas salió el médico y me pregunto ¿Es usted su pariente? Si, le dije. La señora ha muerto. Se me cayó el alma. Lo dijo con tanta frialdad como la que a esta hora ronda por las calles. ¿Sabes Soledad? No dije nada, y aquí estoy, contándotelo a ti. Después llamé al hijo que vive Atlanta y nadie respondió. Le dejé el mensaje. No, no lo conozco. Nunca lo he visto. Jamás vino a visitarla. La enterrarán dentro de unos días, pasada la autopsia, los trámites, ya sabes cómo son las cosas. Ya tenía pagado el funeral y los detalles los había dejado por escrito. Seré la única que la acompañe, supongo. No me mires con esos ojos de indiferencia, Soledad, ya te dije que no sé si el hijo vendrá. Lo que sí doy por seguro es que de ahora en adelante no sé qué será de mí. Nos queríamos mucho, como familia, decía ella. Nos teníamos una a la otra, y aunque a veces surgían encontronazos, disparidades, no hubo nada que nos separara, más que su tacañería. Era tacaña, tan tacaña que se resistía a que tirara a la basura cualquier resto de comida, y cuando lo hacía, me contestaba que no sabía yo lo que era pasar hambre y frío, que lo pasó cuando sus padres, con tres años, la trajeron de Italia. Fue terrible, me decía. Nos desnudaron, todos juntos, hombre, mujeres y niños, y nos bañaron con líquidos y jabones, como si de animales enfermos se tratara.
¡Cómo si no supiera yo lo que es pasar trabajo! Si desde que llegué no he hecho otra cosa que pasar por toda clase de calamidades. Y ella lo sabía, por eso me pagaba poco y solo me permitía un día libre en todo el mes. Me explotaba Soledad, me explotaba… como se explota a un indocumentado. Pero como no tenía dónde ir, me aguantaba. ¿Sabes Soledad que prefiero suicidarme a volver a mi país con la derrota a cuestas? Soledad, haz un esfuerzo, no te duermas. ¡Ah, estas despiertas! ¿Me has escuchado? Mira que eres terca. Tan bien que te trato y tú como si nada. Mira, lo que te traje… Ven. No, no te vayas... deja que acaba de contarte…
Soledad estira las extremidades, lanza un ronroneo, se levanta del sofá y se va al rincón donde encuentra, como cada día, migas de pan humedecidas en leche y una colcha desteñida en la que duerme.
TIEMPOS QUE CORREN
TIEMPOS
Desde hace mucho tiempo vivimos tiempos terribles. Tiempos de impunidad, de robos y desfalcos, de asesinos de guantes blancos y sin conciencia, de delincuentes casi niños, de padres maltratadores y de mujeres irresponsables. Tiempos de corruptos ensalzados como héroes, de hombres que asesinan mujeres, de guerras disfrazadas de salvadoras, de gobiernos tiránicos vestidos de demócratas, de vigilantes que sólo atienden a pasar información a los ladrones, de niñas que se prostituyen por un par de zapatos de lujos y un vestido caro. Tiempos para la envidia y la maldad. Tiempos de mentiras y tiempos de puñaladas traperas. Tiempos que corren sin saber a dónde van. Y nosotros vamos a la par de ese tiempo, con conciencia o inconscientes.
Lo hubo antes. Cuando no había periódicos, televisión e Internet. No nos enterábamos de muchas cosas que ocurrían a pocos kilómetros, en otros países o las noticias llegaban tarde, cuando ya no tenían la desgarradora fuerza de la actualidad. Nos hemos enterado del Holocausto por películas, por testimonios después de muchos años. Hemos sabido de los negros que llegaban en las bodegas de los barcos cuando ya no había nada que hacer. Asombrados estamos de la verdadera personalidad del hombre que creíamos honesto, pero que denunció a un hermano ante la dictadura de Trujillo. Muchas cosas hemos sabido cuando han perdido su actualidad y sólo nos ha quedado quedarnos con la boca abierta. Sin embargo, ahora, cuando todo está al alcance de la mano, parece que nos hemos tornado ciegos, sordos y mundos. Hasta que la desgracia toque a nuestra puerta.
El ser humano, desde siempre, ha llevado a su espalda, como en una mochila, su carga de buenas y malas maneras, sus intenciones oscuras y sus mejores aspiraciones, sus virtudes y sus pecados capitales, pero nunca como ahora ha sacado, día a día, sus más bajas intenciones. Se mata por el simple hecho de matar, sin motivo ni razón alguna. Se roba para vivir con un esplendor que sólo se concibe en la ceguera misma del relumbrón del oro. Se dejan pasar por alto los hechos más horribles por no significarse con la tragedia ajena. La solidaridad ha ido perdiendo espacio. Sólo importa el YO, aunque tengamos que pasar sobre el cadáver del otro, de la sangre derramada, de las lágrimas, del dolor del prójimo. Si alguna vez fuimos amigos, ya no nos acordamos. Si un día el vecino nos tendió la mano, le hemos vuelta la espalda cuando nos ha necesitado. Si a eso se llama cristianismo, que venga Dios y lo vea.
No importa que el enfermo no tenga medicina, ni que un niño no tenga zapatos, cuando nosotros podemos ir a una clínica privada y a nuestros hijos le compramos hasta lo que no desean. Si escribo esto para estas fechas es para que cuando nos sentemos a la mesa, cuando compremos regalos, nos detengamos un poco, sólo un poquito, a pensar en los demás, en los que por faltarle le falta desde la comida hasta la justicia y sólo les llega la indiferencia de un terrible tiempo que sólo tiene tiempo para volver la cara.
Desde hace mucho tiempo vivimos tiempos terribles. Tiempos de impunidad, de robos y desfalcos, de asesinos de guantes blancos y sin conciencia, de delincuentes casi niños, de padres maltratadores y de mujeres irresponsables. Tiempos de corruptos ensalzados como héroes, de hombres que asesinan mujeres, de guerras disfrazadas de salvadoras, de gobiernos tiránicos vestidos de demócratas, de vigilantes que sólo atienden a pasar información a los ladrones, de niñas que se prostituyen por un par de zapatos de lujos y un vestido caro. Tiempos para la envidia y la maldad. Tiempos de mentiras y tiempos de puñaladas traperas. Tiempos que corren sin saber a dónde van. Y nosotros vamos a la par de ese tiempo, con conciencia o inconscientes.
Lo hubo antes. Cuando no había periódicos, televisión e Internet. No nos enterábamos de muchas cosas que ocurrían a pocos kilómetros, en otros países o las noticias llegaban tarde, cuando ya no tenían la desgarradora fuerza de la actualidad. Nos hemos enterado del Holocausto por películas, por testimonios después de muchos años. Hemos sabido de los negros que llegaban en las bodegas de los barcos cuando ya no había nada que hacer. Asombrados estamos de la verdadera personalidad del hombre que creíamos honesto, pero que denunció a un hermano ante la dictadura de Trujillo. Muchas cosas hemos sabido cuando han perdido su actualidad y sólo nos ha quedado quedarnos con la boca abierta. Sin embargo, ahora, cuando todo está al alcance de la mano, parece que nos hemos tornado ciegos, sordos y mundos. Hasta que la desgracia toque a nuestra puerta.
El ser humano, desde siempre, ha llevado a su espalda, como en una mochila, su carga de buenas y malas maneras, sus intenciones oscuras y sus mejores aspiraciones, sus virtudes y sus pecados capitales, pero nunca como ahora ha sacado, día a día, sus más bajas intenciones. Se mata por el simple hecho de matar, sin motivo ni razón alguna. Se roba para vivir con un esplendor que sólo se concibe en la ceguera misma del relumbrón del oro. Se dejan pasar por alto los hechos más horribles por no significarse con la tragedia ajena. La solidaridad ha ido perdiendo espacio. Sólo importa el YO, aunque tengamos que pasar sobre el cadáver del otro, de la sangre derramada, de las lágrimas, del dolor del prójimo. Si alguna vez fuimos amigos, ya no nos acordamos. Si un día el vecino nos tendió la mano, le hemos vuelta la espalda cuando nos ha necesitado. Si a eso se llama cristianismo, que venga Dios y lo vea.
No importa que el enfermo no tenga medicina, ni que un niño no tenga zapatos, cuando nosotros podemos ir a una clínica privada y a nuestros hijos le compramos hasta lo que no desean. Si escribo esto para estas fechas es para que cuando nos sentemos a la mesa, cuando compremos regalos, nos detengamos un poco, sólo un poquito, a pensar en los demás, en los que por faltarle le falta desde la comida hasta la justicia y sólo les llega la indiferencia de un terrible tiempo que sólo tiene tiempo para volver la cara.
POLÍTICAMENTE CORRECTO. Publicado en DL
POLÍTICAMENTE CORRECTO
Ni ataques de nervios, ni alaridos, ni llantos estrepitosos. En la funeraria hay que aguantar. Qué es eso de ¡Hay Dios, te lo llevaste, que sola me he quedado, ay papá…! Nada, de nada. Lágrimas contenidas, algún sollozo o un abrazo y nada más. Después, el gran banquete. Mucha comida y un bar repleto de bebidas. Es lo políticamente correcto en un funeral americano. Se prepara con mucha anticipación. Por eso ya compré mi terrenito. Rodeado de grandes pinos, praderas, flores, y sobre todo al lado de un charro mexicano. Ya se lo dije, saldremos a cantar serenatas a estos vecinos aburridos.
Tampoco se permite gritar aunque te duelan las entrañas. Si lo haces, te miran como a un bicho raro. Fui al hospital para un análisis de sangre. En ayunas. Tengo terror a las jeringuillas, al dolor físico, a la sangre, aunque vivo dándome encontronazos con cuanta puerta, silla, mesa o ventana, se interpone en mi camino. Le dije al paramédico mi fobia. No me hizo caso. Su misión: sacarme sangre. Sentí la punzada, me empapó el sudor y el mundo desapareció. Cuando volví en mí, el pobre hombre había pasado de negro a verde tuna. Tres médicos, cinco enfermeras y unos curiosos se arremolinaban junto mí. De ahí en adelante he pasado a ser políticamente incorrecta. Lo que ellos no saben es que, en la casa, cuando me doy un golpe, grito a todo pulmón, digo malas palabras conocidas e inventadas y maldigo el objeto causante de mi desgracia.
Así son las cosas. No te salgas de la línea amarilla, por donde caminan los presos, para que el preboste no te caiga a macanazos. Vivir en USA tiene sus reglas que, aunque no escritas, son inviolables. No abraces a la vecina, no vaya a ser que te demande por acoso. Ni protestes en voz alta. La policía te lleva, a rastras y esposado, por alterar el orden público. Deja que le lleven, sin abrir la boca. Es lo correcto. No sé si políticamente. Por que los políticos, los de aquí y los de allá, son cosa aparte. Pero correcto, sí que lo es. Por lo menos te libra de unas cuantas patadas o de los choques eléctricos.
Cada sociedad tiene sus leyes, las escritas y las no escritas. Nosotros, los dominicanos somos muy permisivos. ¡Ay, mami, qué buena estás…! Acompañado de un suspiro mal intencionado, y no pasa nada. Vas a pagar el préstamo atrasado, te encuentras con que el abogado es tu primo y de uno llegas a cinco y tampoco pasa nada. Te comes luz roja, le das muela al AMET, por no decir una propina, y si te vi no me acuerdo. Por eso estamos cómo estamos. Pero aquí no. Las instituciones son lo que son, y para obedecerlas. Sin embargo, la vida, como una composición musical, tiene sus bemoles. A veces es bueno pasar por alto algunas cosas y otras no. Los dominicanos somos, ante todo, solidarios, y esa cualidad no la tiene cualquiera. Somos sobrevivientes de nosotros mismos. Eso no lo sabe ésta gente.
Para los gringos, somos políticamente incorrectos. Por eso, y muchas más, no nos entienden. Somos así y ojalá cambiemos para bien.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Ni ataques de nervios, ni alaridos, ni llantos estrepitosos. En la funeraria hay que aguantar. Qué es eso de ¡Hay Dios, te lo llevaste, que sola me he quedado, ay papá…! Nada, de nada. Lágrimas contenidas, algún sollozo o un abrazo y nada más. Después, el gran banquete. Mucha comida y un bar repleto de bebidas. Es lo políticamente correcto en un funeral americano. Se prepara con mucha anticipación. Por eso ya compré mi terrenito. Rodeado de grandes pinos, praderas, flores, y sobre todo al lado de un charro mexicano. Ya se lo dije, saldremos a cantar serenatas a estos vecinos aburridos.
Tampoco se permite gritar aunque te duelan las entrañas. Si lo haces, te miran como a un bicho raro. Fui al hospital para un análisis de sangre. En ayunas. Tengo terror a las jeringuillas, al dolor físico, a la sangre, aunque vivo dándome encontronazos con cuanta puerta, silla, mesa o ventana, se interpone en mi camino. Le dije al paramédico mi fobia. No me hizo caso. Su misión: sacarme sangre. Sentí la punzada, me empapó el sudor y el mundo desapareció. Cuando volví en mí, el pobre hombre había pasado de negro a verde tuna. Tres médicos, cinco enfermeras y unos curiosos se arremolinaban junto mí. De ahí en adelante he pasado a ser políticamente incorrecta. Lo que ellos no saben es que, en la casa, cuando me doy un golpe, grito a todo pulmón, digo malas palabras conocidas e inventadas y maldigo el objeto causante de mi desgracia.
Así son las cosas. No te salgas de la línea amarilla, por donde caminan los presos, para que el preboste no te caiga a macanazos. Vivir en USA tiene sus reglas que, aunque no escritas, son inviolables. No abraces a la vecina, no vaya a ser que te demande por acoso. Ni protestes en voz alta. La policía te lleva, a rastras y esposado, por alterar el orden público. Deja que le lleven, sin abrir la boca. Es lo correcto. No sé si políticamente. Por que los políticos, los de aquí y los de allá, son cosa aparte. Pero correcto, sí que lo es. Por lo menos te libra de unas cuantas patadas o de los choques eléctricos.
Cada sociedad tiene sus leyes, las escritas y las no escritas. Nosotros, los dominicanos somos muy permisivos. ¡Ay, mami, qué buena estás…! Acompañado de un suspiro mal intencionado, y no pasa nada. Vas a pagar el préstamo atrasado, te encuentras con que el abogado es tu primo y de uno llegas a cinco y tampoco pasa nada. Te comes luz roja, le das muela al AMET, por no decir una propina, y si te vi no me acuerdo. Por eso estamos cómo estamos. Pero aquí no. Las instituciones son lo que son, y para obedecerlas. Sin embargo, la vida, como una composición musical, tiene sus bemoles. A veces es bueno pasar por alto algunas cosas y otras no. Los dominicanos somos, ante todo, solidarios, y esa cualidad no la tiene cualquiera. Somos sobrevivientes de nosotros mismos. Eso no lo sabe ésta gente.
Para los gringos, somos políticamente incorrectos. Por eso, y muchas más, no nos entienden. Somos así y ojalá cambiemos para bien.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
MIENTRAS CAE LA NIEVE
MIENTRAS CAE LA NIEVE
Dicen que una propone y Dios dispone. Mientras veo caer la nieve pienso en qué sería de mí si me hubiera retirado a vivir en Jamao en lugar de este Denver congelado. Había pensado para mis años de vejez construirme una casita de dos habitaciones, una sala desde donde se divisara el valle, con trinitarias que bordearan la terraza, un jardincito para sembrar margaritas y claveles, un pequeño huerto, un gato, un perro, dos o tres gallinas, dos matas de plátanos, una de aguacate, una de limón agrio y otra de guayaba y una camioneta de segunda mano para bajar a Moca a ver la familia y a Santiago para comprar libros, y mis amigos y amigas visitándome los fines de semana. Pero como Dios escribe en renglones torcidos y los humanos somos sus faltas de ortografía, me ha tocado vivir muy lejos de la tierra que me vio nacer.
La nieve es hermosa, no hay duda. Cae en silencio, bordando las ramas secas de los árboles, cubriendo las calles con su manto luminoso, haciendo del paisaje una postal turística, y sobre todo arrastrándome a la añoranza, a melancolía, a los recuerdos y a la nostalgia. Si las cosas hubieran salido como pensaba, ahora estaría en la cumbre de la montaña, con un poco de frío, eso sí, pero con el calor de los vecinos, de una taza de café amenizada con la conversación de una amiga o viendo caer la lluvia en compañía de un buen libro. No es lo mismo el sonido de la lluvia sobre el zinc que el silencio de la nieve. No es igual tomar un café a solas que en compañía de una amiga.
La nieve me lleva a meditar, a pensar en que habría sido de mí si todavía viviera en mi país, y más aún en Jamao. Desde allí podría ver el Valle del Cibao y a veces divisar la esplendidez del Atlántico. Era mi sueño siempre abierto. Algo que se trocó en la realidad que me llevó muy lejos. Ahora, Jamao, mi casita, mi jardín, han entrado en el boulevard de los sueños rancios. Es cierto que aquí tengo las montañas y mi casa con un jardín florido (que se seca en el invierno), aún así, nunca como las montañas que divisaba desde mi casa en Moca, las que se podían casi alcanzar desde la ventana. Otra cosa que echo de menos es el tañer de las campanas. Oírlas dando las horas, llamando a misa, a la novena, anunciando muerte, alegres por las fiestas patronales, es un recuerdo que ahora, al ver caer la nieve, viene a mi memoria como una película proyectada en blanco y negro.
Así es la vida, una prepara los años que le quedan por vivir y el destino hace de las suyas. Y hay que aguantarse. Amarrarse el corazón para que no se caiga, respirar hondo para continuar viviendo y seguir adelante como si nada sucediera. La nieve trae hacía mí aquellos años en que pensé que mi tierra seguiría siendo mi tierra, para siempre. Pero no ha sido así. Dicen que hay un tiempo para todo y este es mi tiempo de nostalgia. Aquí me tocó vivir. Cuando pienso “que lejos que estoy del suelo donde ha nacido, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento. Oh tierra del sol, suspiro por verte…”
Dicen que una propone y Dios dispone. Mientras veo caer la nieve pienso en qué sería de mí si me hubiera retirado a vivir en Jamao en lugar de este Denver congelado. Había pensado para mis años de vejez construirme una casita de dos habitaciones, una sala desde donde se divisara el valle, con trinitarias que bordearan la terraza, un jardincito para sembrar margaritas y claveles, un pequeño huerto, un gato, un perro, dos o tres gallinas, dos matas de plátanos, una de aguacate, una de limón agrio y otra de guayaba y una camioneta de segunda mano para bajar a Moca a ver la familia y a Santiago para comprar libros, y mis amigos y amigas visitándome los fines de semana. Pero como Dios escribe en renglones torcidos y los humanos somos sus faltas de ortografía, me ha tocado vivir muy lejos de la tierra que me vio nacer.
La nieve es hermosa, no hay duda. Cae en silencio, bordando las ramas secas de los árboles, cubriendo las calles con su manto luminoso, haciendo del paisaje una postal turística, y sobre todo arrastrándome a la añoranza, a melancolía, a los recuerdos y a la nostalgia. Si las cosas hubieran salido como pensaba, ahora estaría en la cumbre de la montaña, con un poco de frío, eso sí, pero con el calor de los vecinos, de una taza de café amenizada con la conversación de una amiga o viendo caer la lluvia en compañía de un buen libro. No es lo mismo el sonido de la lluvia sobre el zinc que el silencio de la nieve. No es igual tomar un café a solas que en compañía de una amiga.
La nieve me lleva a meditar, a pensar en que habría sido de mí si todavía viviera en mi país, y más aún en Jamao. Desde allí podría ver el Valle del Cibao y a veces divisar la esplendidez del Atlántico. Era mi sueño siempre abierto. Algo que se trocó en la realidad que me llevó muy lejos. Ahora, Jamao, mi casita, mi jardín, han entrado en el boulevard de los sueños rancios. Es cierto que aquí tengo las montañas y mi casa con un jardín florido (que se seca en el invierno), aún así, nunca como las montañas que divisaba desde mi casa en Moca, las que se podían casi alcanzar desde la ventana. Otra cosa que echo de menos es el tañer de las campanas. Oírlas dando las horas, llamando a misa, a la novena, anunciando muerte, alegres por las fiestas patronales, es un recuerdo que ahora, al ver caer la nieve, viene a mi memoria como una película proyectada en blanco y negro.
Así es la vida, una prepara los años que le quedan por vivir y el destino hace de las suyas. Y hay que aguantarse. Amarrarse el corazón para que no se caiga, respirar hondo para continuar viviendo y seguir adelante como si nada sucediera. La nieve trae hacía mí aquellos años en que pensé que mi tierra seguiría siendo mi tierra, para siempre. Pero no ha sido así. Dicen que hay un tiempo para todo y este es mi tiempo de nostalgia. Aquí me tocó vivir. Cuando pienso “que lejos que estoy del suelo donde ha nacido, quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento. Oh tierra del sol, suspiro por verte…”
POR SI ESTA FUERA LA ÚLTIMA VEZ (anónimo)
POR SI ESTA FUERA LA ÚLTIMA VEZ QUE ME VIERAS.
Por si esta fuera la última vez que me vieras, abrázame cómo tanto me gusta.
Si supieras que esta es la última vez que vas a cruzar esa puerta ¿me darías otro abrazo y volverías sobre tus pasos para darme otro más?
Si supieras que esta es la última vez que vas a oír mi voz ¿grabarías mis palabras en tu mente para escucharlas una y otra vez?
Si supieras que estos son los últimos momentos que vamos a pasar juntos ¿me dirías que me quieres o asumirías tontamente que lo sé?
Siempre hay un mañana y la vida da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si nos equivocamos y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte que te quiero ¿Me lo dirías tú?
El mañana no está asegurado a nadie y hoy puede ser la última vez que me veas. Por eso, no esperes, hazlo hoy por si el mañana nunca llega.
Seguramente lamentarás el día que no me tomaste tiempo para darme un beso, una sonrisa, un abrazo o concederme un deseo.
Mantenme cerca de ti, dime al oído que soy algo precioso para ti, toma tu tiempo para que estemos juntos, dime “gracias” y palabras lindas después de hacer el amor.
Así, si el mañana nunca llega, no sentirás remordimientos por lo que no me has dicho o dejaste de hacer.
No podré recordarte por tus pensamientos secretos, pero sí por las palabras sinceras que me dijiste y por las cosas buenas que hicimos juntos.
Pídele a Dios fuerza y sabiduría para entender que nuestra relación es un regalo que El nos ha dado y debemos recibirlo con alegría.
Por si esta fuera la última vez que me vieras, abrázame cómo tanto me gusta.
Si supieras que esta es la última vez que vas a cruzar esa puerta ¿me darías otro abrazo y volverías sobre tus pasos para darme otro más?
Si supieras que esta es la última vez que vas a oír mi voz ¿grabarías mis palabras en tu mente para escucharlas una y otra vez?
Si supieras que estos son los últimos momentos que vamos a pasar juntos ¿me dirías que me quieres o asumirías tontamente que lo sé?
Siempre hay un mañana y la vida da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si nos equivocamos y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte que te quiero ¿Me lo dirías tú?
El mañana no está asegurado a nadie y hoy puede ser la última vez que me veas. Por eso, no esperes, hazlo hoy por si el mañana nunca llega.
Seguramente lamentarás el día que no me tomaste tiempo para darme un beso, una sonrisa, un abrazo o concederme un deseo.
Mantenme cerca de ti, dime al oído que soy algo precioso para ti, toma tu tiempo para que estemos juntos, dime “gracias” y palabras lindas después de hacer el amor.
Así, si el mañana nunca llega, no sentirás remordimientos por lo que no me has dicho o dejaste de hacer.
No podré recordarte por tus pensamientos secretos, pero sí por las palabras sinceras que me dijiste y por las cosas buenas que hicimos juntos.
Pídele a Dios fuerza y sabiduría para entender que nuestra relación es un regalo que El nos ha dado y debemos recibirlo con alegría.
COMETAS EN EL CIELO.publicado en DL
COMETAS EN EL CIELO
Es la novela que acabo de leer. Su autor Khaled Hosseini, nos cuenta de la conmovedora historia de dos niños, uno hazara y otro pastún y de sus dos padres, con el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales. Es la vida en Kabul durante el invierno de 1975, una ciudad confiada en su futuro e ignorante de lo que se avecina y los terribles sucesos que hasta hoy vienen padeciendo los milenarios pueblos que la habitan. Las competencias de cometa en invierno (de ahí parte la novela) era una tradición que fue aplastada por los soviéticos primero y luego por los talibanes que hasta llegaron a prohibir a las mujeres hablar en público. Es una novela de la que una no puede despegarse y se queda repasando, y al cabo de unos años la relee.
Según cuenta la historia, los afganos no son muy dados a cumplir órdenes pero sí a respetar las tradiciones. Son afables, cariñosos, compasivos, solidarios y con un alto concepto de la amistad. Hoy están regados por el mundo, huyendo de la guerra, a la espera de volver. Para ellos, robar el es peor pecado. Su concepto de robo es tan amplio que alcanza el homicidio ya que matar es robar el padre a unos hijos y el marido a la esposa, o lanzar una mentira puede es robar el honor a una persona. Con esta novela se aprende a conocer a esa gente que está tan lejos de nosotros y hoy padece un descalabro sin fin. Estados Unidos apoyó a los talibanes en contra de los soviéticos y les ha salido el tiro por la culata. Amir, el protagonista, va contando cómo era su vida de niño, lo que le hizo a su amigo de infancia y cómo esa miserableza le persigue, cómo tuvo que huir con su padre y los horrores que vio en esa huida. Vuelve, se encuentra con su pasado y con que la vida de los afganos ha cambiado para peor.
Con la salida de los soviéticos Afganistán creyó que volvía a la libertad. Apoyó a los suyos, pero se encontró con lo que se dice vulgarmente: No hay peor cuña que la del mismo palo. Los talibanes tomaron el Corán a su manera. Una interpretación egocéntrica y brutal. Nada dice el Corán de maltratar hasta la muerte a las mujeres, de que no vayan a la escuela, de que no trabajen fuera de sus casas, de burkas denigrantes para ellas y barbas asquerosas para ellos, de lapidaciones horrorosas. Preceptos que impusieron por la fuerza. Mejor así, es más fácil gobernar cuando a un pueblo sólo se le deja escuchar la voz del amo.
Khaled Hosseini no lo dice en su novela, pero la ignorancia que se tiene respecto a los afganos hace que el mundo los vea como si todos fueran talibanes, desconociendo que detrás de esos verdugos, y sobre ellos, hay un pueblo que sufre, acorralado por la pobreza, sin esperanzas, con un horizonte que depende de lo que dicen y hacen los países que hoy gobiernan el mundo con sus cumbres millonarias que llevan a ninguna parte. Ojalá no pase lo que en Palestina con Israel. Inshallah. Los conflictos no pasan así, por así. Nada es casualidad y menos lo que sucede en ese país. Recomiendo esta novela.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Es la novela que acabo de leer. Su autor Khaled Hosseini, nos cuenta de la conmovedora historia de dos niños, uno hazara y otro pastún y de sus dos padres, con el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales. Es la vida en Kabul durante el invierno de 1975, una ciudad confiada en su futuro e ignorante de lo que se avecina y los terribles sucesos que hasta hoy vienen padeciendo los milenarios pueblos que la habitan. Las competencias de cometa en invierno (de ahí parte la novela) era una tradición que fue aplastada por los soviéticos primero y luego por los talibanes que hasta llegaron a prohibir a las mujeres hablar en público. Es una novela de la que una no puede despegarse y se queda repasando, y al cabo de unos años la relee.
Según cuenta la historia, los afganos no son muy dados a cumplir órdenes pero sí a respetar las tradiciones. Son afables, cariñosos, compasivos, solidarios y con un alto concepto de la amistad. Hoy están regados por el mundo, huyendo de la guerra, a la espera de volver. Para ellos, robar el es peor pecado. Su concepto de robo es tan amplio que alcanza el homicidio ya que matar es robar el padre a unos hijos y el marido a la esposa, o lanzar una mentira puede es robar el honor a una persona. Con esta novela se aprende a conocer a esa gente que está tan lejos de nosotros y hoy padece un descalabro sin fin. Estados Unidos apoyó a los talibanes en contra de los soviéticos y les ha salido el tiro por la culata. Amir, el protagonista, va contando cómo era su vida de niño, lo que le hizo a su amigo de infancia y cómo esa miserableza le persigue, cómo tuvo que huir con su padre y los horrores que vio en esa huida. Vuelve, se encuentra con su pasado y con que la vida de los afganos ha cambiado para peor.
Con la salida de los soviéticos Afganistán creyó que volvía a la libertad. Apoyó a los suyos, pero se encontró con lo que se dice vulgarmente: No hay peor cuña que la del mismo palo. Los talibanes tomaron el Corán a su manera. Una interpretación egocéntrica y brutal. Nada dice el Corán de maltratar hasta la muerte a las mujeres, de que no vayan a la escuela, de que no trabajen fuera de sus casas, de burkas denigrantes para ellas y barbas asquerosas para ellos, de lapidaciones horrorosas. Preceptos que impusieron por la fuerza. Mejor así, es más fácil gobernar cuando a un pueblo sólo se le deja escuchar la voz del amo.
Khaled Hosseini no lo dice en su novela, pero la ignorancia que se tiene respecto a los afganos hace que el mundo los vea como si todos fueran talibanes, desconociendo que detrás de esos verdugos, y sobre ellos, hay un pueblo que sufre, acorralado por la pobreza, sin esperanzas, con un horizonte que depende de lo que dicen y hacen los países que hoy gobiernan el mundo con sus cumbres millonarias que llevan a ninguna parte. Ojalá no pase lo que en Palestina con Israel. Inshallah. Los conflictos no pasan así, por así. Nada es casualidad y menos lo que sucede en ese país. Recomiendo esta novela.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
LEYES AZULES. publicado en DL
LEYES AZULES
Nadie explica lo del color, pero sí la absurdidez. En Colorado no se venden carros los domingos ¿? Ni bebidas alcohólicas. Una viene de la Ley Seca, y la otra, para que la gente no se diera un jumo, de apaga y vámonos, y no asistiera a los cultos religiosos. Una Orden Ejecutiva permite al Presidente movilizar civiles de un Estado a otro, y otra que, puede usar vacunas no aprobadas. Ambas obsoletas. De los tiempos en que los perros se amarraban con longaniza, pero no hay cosa más lenta que el movilizar las reglas. Como si el que quisiera beber del domingo, no se apertrechara el sábado. Lo de las bebidas y los carros se cumple, las demás, no lo sé. ¿Y en mi país? Se puede beber hasta medianoche. Pero, como siempre, aparece el pulpero que te vende el romo por el patio.
Otra cosa. He descubierto en Colorado, a Los Violentos de Denver. Americanotes, grandísimos, blancos, rubios, ojos azules que truenan con su motos, y además, forman una pandilla. Para entra hay que seguir las reglas. Una terrible iniciación. Como en toda banda que se respete. Nada de aquí estoy, y entro. Una vez, la policía, se infiltró. Lo que vieron fue horrible. Hubo prisioneros y juicio. Sin embargo, como aquí, en nombre de la libertad, se toleran muchas cosas, siguen tan campantes como siempre. Ojalá no se crucen en tu camino. Tu amable vecino puede ser uno de ellos. ¿Cómo saberlo? No hay manera. Pagan sus impuestos, celebran el 4 de Julio y Thanksgiving. Los gringos, se asombran de Las Maras y de Los Latin King. Las suyas comenzaron en los años 40, después de la 2da. Guerra Mundial, cuando nosotros andábamos en pañales. Eran pilotos que lanzaban bombas y ametrallaban desde los aviones, al volver, necesitaban producir adrenalina ¡Y vaya de qué manera la alimentaron!
En Arizona, Joe Arpaio, el Alguacil del condado de Maricopa, viste a los presos de rosado y le da la comida sin condimentos, ni sal siquiera. Para colmo, odia a los inmigrantes. No es una ley, sino una arbitrariedad. Sorprendente lo que puedes encontrar en la gente. Todos tenemos luces y sombras. Unos, más sombras que luces. Dice un neurólogo que, el mentiroso, el peligroso, el malo, aunque sonría, no mueve determinados músculos del rostro ¿Cómo saberlo? Ni modo. No vamos a andar detectando marcas de expresión en todo el que se nos acerca. Pero no estaría de más hacerlo. Nos evitaría desagradables sorpresas. Con quien no pienso intentarlo, es con Los Violentos de Denver. Con esos, con o sin ley azul, ni a misa.
En la biblioteca pública de Denver, un hombre frente a un computador, mirando pornografía. Desde dos o tres mesas se alcanzaban a ver mujeres y hombres en todas las posiciones. Cualquier niño que pasara por el allí podía a verlas. La ley de Expresión y Libertad de Colorado, lo permitió. Hubo debate, y triunfó el libertinaje. De leyes azules, está lleno este país. Después dicen que los emigrantes traemos malas costumbres. Que si la música, que si el español, etc. La paja sólo se ve en el ojo ajeno.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
Nadie explica lo del color, pero sí la absurdidez. En Colorado no se venden carros los domingos ¿? Ni bebidas alcohólicas. Una viene de la Ley Seca, y la otra, para que la gente no se diera un jumo, de apaga y vámonos, y no asistiera a los cultos religiosos. Una Orden Ejecutiva permite al Presidente movilizar civiles de un Estado a otro, y otra que, puede usar vacunas no aprobadas. Ambas obsoletas. De los tiempos en que los perros se amarraban con longaniza, pero no hay cosa más lenta que el movilizar las reglas. Como si el que quisiera beber del domingo, no se apertrechara el sábado. Lo de las bebidas y los carros se cumple, las demás, no lo sé. ¿Y en mi país? Se puede beber hasta medianoche. Pero, como siempre, aparece el pulpero que te vende el romo por el patio.
Otra cosa. He descubierto en Colorado, a Los Violentos de Denver. Americanotes, grandísimos, blancos, rubios, ojos azules que truenan con su motos, y además, forman una pandilla. Para entra hay que seguir las reglas. Una terrible iniciación. Como en toda banda que se respete. Nada de aquí estoy, y entro. Una vez, la policía, se infiltró. Lo que vieron fue horrible. Hubo prisioneros y juicio. Sin embargo, como aquí, en nombre de la libertad, se toleran muchas cosas, siguen tan campantes como siempre. Ojalá no se crucen en tu camino. Tu amable vecino puede ser uno de ellos. ¿Cómo saberlo? No hay manera. Pagan sus impuestos, celebran el 4 de Julio y Thanksgiving. Los gringos, se asombran de Las Maras y de Los Latin King. Las suyas comenzaron en los años 40, después de la 2da. Guerra Mundial, cuando nosotros andábamos en pañales. Eran pilotos que lanzaban bombas y ametrallaban desde los aviones, al volver, necesitaban producir adrenalina ¡Y vaya de qué manera la alimentaron!
En Arizona, Joe Arpaio, el Alguacil del condado de Maricopa, viste a los presos de rosado y le da la comida sin condimentos, ni sal siquiera. Para colmo, odia a los inmigrantes. No es una ley, sino una arbitrariedad. Sorprendente lo que puedes encontrar en la gente. Todos tenemos luces y sombras. Unos, más sombras que luces. Dice un neurólogo que, el mentiroso, el peligroso, el malo, aunque sonría, no mueve determinados músculos del rostro ¿Cómo saberlo? Ni modo. No vamos a andar detectando marcas de expresión en todo el que se nos acerca. Pero no estaría de más hacerlo. Nos evitaría desagradables sorpresas. Con quien no pienso intentarlo, es con Los Violentos de Denver. Con esos, con o sin ley azul, ni a misa.
En la biblioteca pública de Denver, un hombre frente a un computador, mirando pornografía. Desde dos o tres mesas se alcanzaban a ver mujeres y hombres en todas las posiciones. Cualquier niño que pasara por el allí podía a verlas. La ley de Expresión y Libertad de Colorado, lo permitió. Hubo debate, y triunfó el libertinaje. De leyes azules, está lleno este país. Después dicen que los emigrantes traemos malas costumbres. Que si la música, que si el español, etc. La paja sólo se ve en el ojo ajeno.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
LA TRINITARIA DE VIRTUDES
LA TRINITARIA DE VIRTUDES
O la Virtudes de La Trinitaria. Da lo mismo. Ahí, sentada en su mecedora como una Obispa, al decir de Monsiváis, rodeada de libros recién salidos de la imprenta, de otros viejos que duermen la siesta de los años y de los amarillos por la pátina del tiempo, está Virtudes Uribe. Por ella supe que había un mundo diferente de libros y descubrí también que había libreros diferentes. Lo habitual es enterarse de las novedades literarias. Sin embargo, La Trinitaria es eso y mucho más. Tiene el olor a literatura histórica, el sabor de poesía sin tiempo y de cuentos contados a viva voz por sus autores. Lo supe desde que pisé su puerta y descubrí que había una solemnidad de novedades y ancestros con olor cosas nuevas. Todo un santuario escondido en anaqueles de almacén y algarabía en los estantes al pie de la ventana.
En La Trinitaria se respira un ambiente del que viejas y nuevas generaciones hemos aprendido a degustar, al amparo de una buena taza de café o de una ácida limonada con la que el azúcar no se pone de acuerdo, el deleitoso sabor de un buen libro. Todo, sin olvidar una champola de tamarindo que refresca los ardores de una dura diatriba de tertulianos que nunca llegan a un acuerdo sobre los orígenes y soluciones de los problemas del país. Por esas reuniones pasa todo el que tiene que pasar y otro que se cuela y deja su huella en una estampa digna de un libro de recuerdos. Desde aquí, la nostalgia teje su manto cuando pienso en La Trinitaria de Virtudes, o en la Virtudes de la Trinitaria. Es igual.
Cuentan los que la conocieron antes, que traía libros mal vistos en los Doce Años. Que profesores universitarios y alumnos acudían a ella para abastecer sus clases y sus tesis. Allí encontraban los que hablaban de cómo era el mundo fuera de la isla y cómo se tejía la política bajo el influjo otras ideas, y dicen que todavía, a tantos años, alguien tiene una factura sin pagar. Los dominicanos tenían, en ese tiempo negro de un gobierno que nunca debió ser, que leer a escondidas. Pero Virtudes logró hacer de La Trinitaria un cálido refugio en el que hasta hoy se reúnen las discrepancias bajo el influjo de libros que hablan de nosotros, tan solo de nosotros, de lo que somos, de los que fuimos y de lo que seguimos siendo. Ninguna librería tiene tanta vinculación con pasado y con sentimientos unidos a los recuerdos.
Sin temor a equivocarme, pienso, que por allí se pasean los de antaño, los que no tuvieron el privilegio de sentarse al vaivén de las mecedoras, y ahora lo hacen mientras la ciudad duerme, y hablan de los hoy, poetas, cuentistas y novelista que les hubiera gustado conocer. Héctor J. Díaz declamará algún poema, Franklin Mieses Burgos versos inéditos o Lacay Polanco desvelará una novela que no llegó a escribir, y allí estará también Melba Marrero de Munné con su belleza y sus poemas ya olvidados. Brindarán por La Trinitaria de Virtudes, que bien merece una tarja, que tiene aliento de historia, nuestra librería de siempre.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
O la Virtudes de La Trinitaria. Da lo mismo. Ahí, sentada en su mecedora como una Obispa, al decir de Monsiváis, rodeada de libros recién salidos de la imprenta, de otros viejos que duermen la siesta de los años y de los amarillos por la pátina del tiempo, está Virtudes Uribe. Por ella supe que había un mundo diferente de libros y descubrí también que había libreros diferentes. Lo habitual es enterarse de las novedades literarias. Sin embargo, La Trinitaria es eso y mucho más. Tiene el olor a literatura histórica, el sabor de poesía sin tiempo y de cuentos contados a viva voz por sus autores. Lo supe desde que pisé su puerta y descubrí que había una solemnidad de novedades y ancestros con olor cosas nuevas. Todo un santuario escondido en anaqueles de almacén y algarabía en los estantes al pie de la ventana.
En La Trinitaria se respira un ambiente del que viejas y nuevas generaciones hemos aprendido a degustar, al amparo de una buena taza de café o de una ácida limonada con la que el azúcar no se pone de acuerdo, el deleitoso sabor de un buen libro. Todo, sin olvidar una champola de tamarindo que refresca los ardores de una dura diatriba de tertulianos que nunca llegan a un acuerdo sobre los orígenes y soluciones de los problemas del país. Por esas reuniones pasa todo el que tiene que pasar y otro que se cuela y deja su huella en una estampa digna de un libro de recuerdos. Desde aquí, la nostalgia teje su manto cuando pienso en La Trinitaria de Virtudes, o en la Virtudes de la Trinitaria. Es igual.
Cuentan los que la conocieron antes, que traía libros mal vistos en los Doce Años. Que profesores universitarios y alumnos acudían a ella para abastecer sus clases y sus tesis. Allí encontraban los que hablaban de cómo era el mundo fuera de la isla y cómo se tejía la política bajo el influjo otras ideas, y dicen que todavía, a tantos años, alguien tiene una factura sin pagar. Los dominicanos tenían, en ese tiempo negro de un gobierno que nunca debió ser, que leer a escondidas. Pero Virtudes logró hacer de La Trinitaria un cálido refugio en el que hasta hoy se reúnen las discrepancias bajo el influjo de libros que hablan de nosotros, tan solo de nosotros, de lo que somos, de los que fuimos y de lo que seguimos siendo. Ninguna librería tiene tanta vinculación con pasado y con sentimientos unidos a los recuerdos.
Sin temor a equivocarme, pienso, que por allí se pasean los de antaño, los que no tuvieron el privilegio de sentarse al vaivén de las mecedoras, y ahora lo hacen mientras la ciudad duerme, y hablan de los hoy, poetas, cuentistas y novelista que les hubiera gustado conocer. Héctor J. Díaz declamará algún poema, Franklin Mieses Burgos versos inéditos o Lacay Polanco desvelará una novela que no llegó a escribir, y allí estará también Melba Marrero de Munné con su belleza y sus poemas ya olvidados. Brindarán por La Trinitaria de Virtudes, que bien merece una tarja, que tiene aliento de historia, nuestra librería de siempre.
Ligia Minaya
Denver, Colorado
CANCION DE LA VIDA PROFUNDA. (poema)
CANCIÓN DE LA VIDA PROFUNDA
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonríe...
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles
como en abril el campo que tiembla de pasión;
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias
el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan placidos, tan placidos...
(¡Niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafiro!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.
Hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos
como la entraña oscura de oscuro pedernal;
la noche nos sorprende, con sus profundas lámparas,
en rutilas monedas tasando el bien y el mal.
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos
que nos depara en vano su carne de mujer;
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar,
el alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar...
Mas hay también ¡oh tierra!, un día, un día, un día
En que elevamos anclas para jamás volver...
¡Un día en que discurren vientos ineluctables!
¡Un día en que ya nadie nos puede retener!
Porfirio Barba Jacob (Colombiano)
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonríe...
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles
como en abril el campo que tiembla de pasión;
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias
el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan placidos, tan placidos...
(¡Niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafiro!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.
Hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos
como la entraña oscura de oscuro pedernal;
la noche nos sorprende, con sus profundas lámparas,
en rutilas monedas tasando el bien y el mal.
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos
que nos depara en vano su carne de mujer;
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar,
el alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar...
Mas hay también ¡oh tierra!, un día, un día, un día
En que elevamos anclas para jamás volver...
¡Un día en que discurren vientos ineluctables!
¡Un día en que ya nadie nos puede retener!
Porfirio Barba Jacob (Colombiano)
BUSCO UN HOMBRE. Poema de Carmen Sánchez
BUSCO UN HOMBRE
Que tenga piel
pétalos y auroras en la mirada
un hombre de barro fresco
sin músculos
sin fuerzas
con energía prestada de la luna
con lágrimas como yo
con sollozos en la calle
un hombre que corra
detrás de las mariposas
se anide en sus arrullos
que tiemble y me lo diga
un hombre sin tiempo sin agujas sin edad
que recoja mis pedazos y los arme
que coloque flores en la jarra
que en la cama no duerma – sueñe –
y con paciencia arbitraria se interese
por toda esta charla que a nadie
a nadie digo
busco un hombre que tenga una sombrilla
que la cierre cuando caiga la lluvia
y me enseñe a preguntarle a los niños
pequeñitos
¿cómo nace el amor?
Poema de Carmen Sánchez. Dominicana
Por favor, si encuentran a ese hombre, no dejen de avisarme. Ligia. Denver, Colorado
Que tenga piel
pétalos y auroras en la mirada
un hombre de barro fresco
sin músculos
sin fuerzas
con energía prestada de la luna
con lágrimas como yo
con sollozos en la calle
un hombre que corra
detrás de las mariposas
se anide en sus arrullos
que tiemble y me lo diga
un hombre sin tiempo sin agujas sin edad
que recoja mis pedazos y los arme
que coloque flores en la jarra
que en la cama no duerma – sueñe –
y con paciencia arbitraria se interese
por toda esta charla que a nadie
a nadie digo
busco un hombre que tenga una sombrilla
que la cierre cuando caiga la lluvia
y me enseñe a preguntarle a los niños
pequeñitos
¿cómo nace el amor?
Poema de Carmen Sánchez. Dominicana
Por favor, si encuentran a ese hombre, no dejen de avisarme. Ligia. Denver, Colorado
viernes, 27 de marzo de 2009
¿QUIÉN SOY?
¿QUIÉN SOY?
Ahora soy lo que oigo. Lo que tú me dices, una sombra que se mueve entre tus pasos. Soy el temblor de la seda entre tus manos, una frontera en el horizonte de tu risa. Me habitas, me recorres, me estremeces, lloro por ti y para ti. Tengo mis miedos y me hago una en tu silencio. Confundes tus demonios y los míos. Tu penitencia es mi rezo, mi ayuno, mi oración, una herida en mi costado y mis labios se pierden en un grito.
¡Padre, aparta de mí este cáliz!
De tus sandalias rotas, soy tu huella; de tus pies cansados, un reflejo.
Mariposa fugaz que nace en la arena de la playa. Polvo de oro que se deshace entre los dedos, esa era yo.
¿Por qué te escucho?
¿Por qué permito que tus heridas abran las mías ya olvidadas?
Me he abandonado a ti como el ave estremecida en un vuelo roto.
Ligia Minaya
27 de marzo del 2009 Denver, Colorado.
Ahora soy lo que oigo. Lo que tú me dices, una sombra que se mueve entre tus pasos. Soy el temblor de la seda entre tus manos, una frontera en el horizonte de tu risa. Me habitas, me recorres, me estremeces, lloro por ti y para ti. Tengo mis miedos y me hago una en tu silencio. Confundes tus demonios y los míos. Tu penitencia es mi rezo, mi ayuno, mi oración, una herida en mi costado y mis labios se pierden en un grito.
¡Padre, aparta de mí este cáliz!
De tus sandalias rotas, soy tu huella; de tus pies cansados, un reflejo.
Mariposa fugaz que nace en la arena de la playa. Polvo de oro que se deshace entre los dedos, esa era yo.
¿Por qué te escucho?
¿Por qué permito que tus heridas abran las mías ya olvidadas?
Me he abandonado a ti como el ave estremecida en un vuelo roto.
Ligia Minaya
27 de marzo del 2009 Denver, Colorado.
AUNQUE SEA CON BORRONES
AUNQUE SEA CON BORRONES
Ligia Minaya
Le dolían los ojos de tanto ver la calle. Los árboles que la sombreaban le impedían mirar de lejos la llegada del cartero que, puntual, pasaba cada jueves. A las diez de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos, dejaba en sus manos la carta perfumada. Ella, presurosa, apretando la carta contra el pecho, corría hasta su cuarto para que sus ojos con mezcla de asombro y aspavientos se posaran una y otra vez sobre aquellas palabras que, escritas de manera desordenada, con letras grandes y otras chiquitas, con metáforas dulces y otras ardientes y copias de los más tiernos poemas, él le escribía cada domingo, sin faltar. Las leía en voz baja, con entonación de enamorada, soñaba que él las susurraba a su oído y luego la besaba. Pero ese día el cartero pasó de largo.
Pasó ese jueves, y el otro, y el otro, y varias semanas, y las cartas no llegaban. Entonces le escribió una carta dulce y sustanciosa con la certeza de que había sido un retraso del correo o que quizás había escrito la dirección equivocada. No hubo respuesta. Los jueves continuaron pasando silencios, fúnebres, opacos, con lluvias que no llegaban a caer y vientos que traían susurros y recuerdos. Veía al cartero desde la ventana sin atreverse a preguntar, y así pasaron los meses, unos tras otros y un año y el otro, hasta que el dolor se fue escondiendo. Había llorado y esperado. Llorado, esperado y desesperado. Otra vez llorado, y al fin se resignó. Con la tristeza de la resignación siguió viviendo. Pero no volvió a ser la misma. Ahora había otra muy distinta. Donde antes brillaban unos vivaces ojitos verdes, se posó la mancha de una mirada de virgen dolorida. Al igual que una Dolorosa se vistió de negro y se colocó mantilla. El cuerpo se le volvió en cansados pasos y el aleteo alegre de las manos se hizo lento como el ala de una paloma herida. Jamás fue la muchacha risueña que conocí en la infancia. Sólo aliviaba su pesar cantando: “Son tus cartas mi esperanza, mis temores y alegrías, y aunque sean tonterías escríbeme, escríbeme. Tu silencio me conmueva, me preocupa y predispone, y aunque sea con borrones, escríbeme, escríbeme.
Yo emigré a la Capital y ella se quedó en el pueblo con el rumor escandalizado de que él la había dejado por una mujer con la que tenía dos hijos. Surgió el silencio pero pronto se propagó la felonía. Lo cierto es el rumor salió de muy dentro de la casa y llegó de la calle, y de tanto repetirlo se convirtió en dogma. Un dogma de fe que nadie hizo el más mínimo esfuerzo de desacralizar. No volví verla hasta pasado unos diez años. Éramos de la misma edad pero ella aparentaba tener el doble. Se decía enferma y los médicos no podían diagnosticar la enfermedad. Nuestro reencuentro se produjo en el cumpleaños de Brígida, la hermana mayor, que después de muchos años había vuelto. Se había ido a residir a Puerto Rico. Contrajo matrimonio con un pastor evangélico que la adoraba.
Ese día, mientras los invitados bebían, bailaban y comían, yo me senté a su lado. Tratando de distraerla le conté de mi vida, de mis hijos, del marido, del nieto que esperaba y puse un tono de jocosa ironía en mi relato para ver si le sacaba una sonrisa. Pero ella permanecía callada, ausente de la música y los brindis, con la mirada triste de lago insomne, con una mueca amarga entre los labios y un vestido que parecía sacado del baúl de los recuerdos, me miraba como si me desconociera. También se había casado. Lo hizo con Jacinto, hombre pálido, esmirriado, con ojos de ratoncillo que trataban de atisbar lo que pasaba detrás de las gruesas gafas que parecían pesarle demasiado. De profesión contable, ganaba lo imprescindible y a no ser por lo que mi amiga había heredado de los abuelos y los padres, se morirían de hambre. Al igual que ella, no le oí pronunciar palabra en todo el tiempo que duró la fiesta.
Brígida estaba radiante. Cumplía 70 años y aparentaba 50. Era la viva imagen de una mujer realizada. Bien casada, hijos, nietos y una hermosa casa en las afueras del pueblo. Había logrado su figura de mujer estatua ejercitándose cada mañana. Su vida era jugar canasta, viajar cada verano, predicar la moral y las buenas costumbres a su antojo, y un marido que la complacía en todo. Lo único que no compaginaba en aquel dechado de perfecciones era su estridente risa que se presentía falsa y una voz demasiado aguda para tan eximia señora que se jactaba de ser dechado de virtudes y cualidades. Reía por todo y a toda hora. Con tanto énfasis lo hacía, tan sin reposo, sin tregua, que no había marera de hablar con ella. Hablaba alto, sin respirar siquiera.
Tres años después de aquella fiesta, enviudó mi amiga había. El marido callado, de gruesas gafas y ojos de ratoncillo murió mientras dormía con una expresión de desamparo y el dedo índice levantado como si quisiera señalar a alguien. Ella no lloraba. Ni siquiera tristeza había en su rostro. Había llorado tanto por la traición del otro que en sus ojos no quedaban más lágrimas ni para despedir a aquel con quien se había casado. Sus ojos, su mirada, su cuerpo, estaban secos. Solo quedaba en ella una resignación tan grande, tan vasta, tan incomparable, que su alma parecía haberse replegado a algún rincón oscuro e inalcanzable. Durante el funeral y hasta que el cadáver bajó a la fosa y los obreros lo cubrieron con una lápida pesada y oscura, Brígida no se apartó de su lado. Fue en el único momento que no la vi reír con esa risa espantosa que alborotaba a los pájaros y a los niños hacía temer.
No sé en qué momento se levantó de su lado. Movió la boca como cotorra amaestrada pero no dijo nada. Enfebrecida por no se supo qué demonio, buscó, rebuscó y sacó de un bolso negro, enorme y con aspecto de mal presentimiento, un manojo de cartas estrujadas. Las de él, para ella. Diciéndole cuanto la amaba, las de ella para él reprochándole su villanía.
Ligia Minaya
Le dolían los ojos de tanto ver la calle. Los árboles que la sombreaban le impedían mirar de lejos la llegada del cartero que, puntual, pasaba cada jueves. A las diez de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos, dejaba en sus manos la carta perfumada. Ella, presurosa, apretando la carta contra el pecho, corría hasta su cuarto para que sus ojos con mezcla de asombro y aspavientos se posaran una y otra vez sobre aquellas palabras que, escritas de manera desordenada, con letras grandes y otras chiquitas, con metáforas dulces y otras ardientes y copias de los más tiernos poemas, él le escribía cada domingo, sin faltar. Las leía en voz baja, con entonación de enamorada, soñaba que él las susurraba a su oído y luego la besaba. Pero ese día el cartero pasó de largo.
Pasó ese jueves, y el otro, y el otro, y varias semanas, y las cartas no llegaban. Entonces le escribió una carta dulce y sustanciosa con la certeza de que había sido un retraso del correo o que quizás había escrito la dirección equivocada. No hubo respuesta. Los jueves continuaron pasando silencios, fúnebres, opacos, con lluvias que no llegaban a caer y vientos que traían susurros y recuerdos. Veía al cartero desde la ventana sin atreverse a preguntar, y así pasaron los meses, unos tras otros y un año y el otro, hasta que el dolor se fue escondiendo. Había llorado y esperado. Llorado, esperado y desesperado. Otra vez llorado, y al fin se resignó. Con la tristeza de la resignación siguió viviendo. Pero no volvió a ser la misma. Ahora había otra muy distinta. Donde antes brillaban unos vivaces ojitos verdes, se posó la mancha de una mirada de virgen dolorida. Al igual que una Dolorosa se vistió de negro y se colocó mantilla. El cuerpo se le volvió en cansados pasos y el aleteo alegre de las manos se hizo lento como el ala de una paloma herida. Jamás fue la muchacha risueña que conocí en la infancia. Sólo aliviaba su pesar cantando: “Son tus cartas mi esperanza, mis temores y alegrías, y aunque sean tonterías escríbeme, escríbeme. Tu silencio me conmueva, me preocupa y predispone, y aunque sea con borrones, escríbeme, escríbeme.
Yo emigré a la Capital y ella se quedó en el pueblo con el rumor escandalizado de que él la había dejado por una mujer con la que tenía dos hijos. Surgió el silencio pero pronto se propagó la felonía. Lo cierto es el rumor salió de muy dentro de la casa y llegó de la calle, y de tanto repetirlo se convirtió en dogma. Un dogma de fe que nadie hizo el más mínimo esfuerzo de desacralizar. No volví verla hasta pasado unos diez años. Éramos de la misma edad pero ella aparentaba tener el doble. Se decía enferma y los médicos no podían diagnosticar la enfermedad. Nuestro reencuentro se produjo en el cumpleaños de Brígida, la hermana mayor, que después de muchos años había vuelto. Se había ido a residir a Puerto Rico. Contrajo matrimonio con un pastor evangélico que la adoraba.
Ese día, mientras los invitados bebían, bailaban y comían, yo me senté a su lado. Tratando de distraerla le conté de mi vida, de mis hijos, del marido, del nieto que esperaba y puse un tono de jocosa ironía en mi relato para ver si le sacaba una sonrisa. Pero ella permanecía callada, ausente de la música y los brindis, con la mirada triste de lago insomne, con una mueca amarga entre los labios y un vestido que parecía sacado del baúl de los recuerdos, me miraba como si me desconociera. También se había casado. Lo hizo con Jacinto, hombre pálido, esmirriado, con ojos de ratoncillo que trataban de atisbar lo que pasaba detrás de las gruesas gafas que parecían pesarle demasiado. De profesión contable, ganaba lo imprescindible y a no ser por lo que mi amiga había heredado de los abuelos y los padres, se morirían de hambre. Al igual que ella, no le oí pronunciar palabra en todo el tiempo que duró la fiesta.
Brígida estaba radiante. Cumplía 70 años y aparentaba 50. Era la viva imagen de una mujer realizada. Bien casada, hijos, nietos y una hermosa casa en las afueras del pueblo. Había logrado su figura de mujer estatua ejercitándose cada mañana. Su vida era jugar canasta, viajar cada verano, predicar la moral y las buenas costumbres a su antojo, y un marido que la complacía en todo. Lo único que no compaginaba en aquel dechado de perfecciones era su estridente risa que se presentía falsa y una voz demasiado aguda para tan eximia señora que se jactaba de ser dechado de virtudes y cualidades. Reía por todo y a toda hora. Con tanto énfasis lo hacía, tan sin reposo, sin tregua, que no había marera de hablar con ella. Hablaba alto, sin respirar siquiera.
Tres años después de aquella fiesta, enviudó mi amiga había. El marido callado, de gruesas gafas y ojos de ratoncillo murió mientras dormía con una expresión de desamparo y el dedo índice levantado como si quisiera señalar a alguien. Ella no lloraba. Ni siquiera tristeza había en su rostro. Había llorado tanto por la traición del otro que en sus ojos no quedaban más lágrimas ni para despedir a aquel con quien se había casado. Sus ojos, su mirada, su cuerpo, estaban secos. Solo quedaba en ella una resignación tan grande, tan vasta, tan incomparable, que su alma parecía haberse replegado a algún rincón oscuro e inalcanzable. Durante el funeral y hasta que el cadáver bajó a la fosa y los obreros lo cubrieron con una lápida pesada y oscura, Brígida no se apartó de su lado. Fue en el único momento que no la vi reír con esa risa espantosa que alborotaba a los pájaros y a los niños hacía temer.
No sé en qué momento se levantó de su lado. Movió la boca como cotorra amaestrada pero no dijo nada. Enfebrecida por no se supo qué demonio, buscó, rebuscó y sacó de un bolso negro, enorme y con aspecto de mal presentimiento, un manojo de cartas estrujadas. Las de él, para ella. Diciéndole cuanto la amaba, las de ella para él reprochándole su villanía.
¿SABEMOS AMAR?
¿SABEMOS AMAR?
Estar enamorado es sinónimo de felicidad. La vida cambia ¡Todo es tan hermoso! ¿Es el amor la respuesta a la existencia? ¿Por qué entonces se nos escapa la felicidad? ¿Sabemos amar realmente? ¿Vamos detrás de un espejismo? Que el amor existe es una realidad como la vida misma. Nada produce tanto placer como ese sentimiento que nos envuelve y nos eleva. Amar es un arte, dice Eric Fromm, y como arte requiere conocimiento y esfuerzo. Nadie pinta un cuadro sin tener conocimiento de los colores, las dimensiones y la proyección. Se necesita conocer la teoría y tener el dominio de la práctica.
Así sucede en el amor. No sabemos amar porque no hemos aprendido. No sabemos amar porque nos quedamos contemplando el exterior de la persona amada. No nos adentramos en sus sentimientos, sus necesidades y sus deseos. Consideramos que con decirle al ser amado lo mucho que lo queremos, con eso basta para que se sienta bien. ¿Nos preocupamos realmente por conocer a la persona amada? ¿Respetamos sus criterios, sus opiniones y cuidamos de ella?
Por otra parte, consideramos que no nos aman cuando la persona amada no nos complace y se pliega a nuestros deseos. Creemos que se nos debe amar porque “merecemos” ese amor.
El amor tiene como base la autenticidad. Autenticidad en nosotros mismos. Autenticidad en la persona amada. Amar y ser amado requiere despojos de caretas, disfraces, falsedades, y conocimiento de uno mismo y de su pareja. Cuando conocemos a fondo al ser amado se produce la alternativa: o lo amamos de verdad o sufrimos una grave decepción. Y es que el personaje no debe opacar a la persona. La primera impresión es el aspecto físico, luego una conversación ligera, y se produce la atracción. Con algunas salidas, una que otra invitación a cenar, sexo, y ya creemos amar a esa persona.
A medida que pasa el tiempo esa persona sigue siendo la misma y nosotros también, sólo que comenzamos a conocernos, y nos va disgustando una que otra actitud de la persona amada. Queremos entonces controlar lo que nos disgusta haciendo objeciones y poniendo trabas. Es sorprendente cuando alguien nos señala las actitudes negativas que tenemos. Es posible que no nos agrade el señalamiento. Es que convivir con una persona es la manera más directa de conocer sus virtudes y defectos y las actitudes que puede tomar ante determinados problemas.
Amar es la base de nuestras vidas. Amar en sus diferentes manifestaciones es la vida misma. Por eso hacer trampas, es engañarnos a nosotros mismos. Porque el amor no da en un día. Es cuestión de tiempo, de conocimiento y respeto al espacio ajeno. Y no sólo el amor de pareja necesita conocimiento del otro, también con los hijos e hijas, los amigos, los compañeros de trabajo y hasta de la señora del servicio. El amor, como la vida misma, sus virtudes y exigencias. Mantener el fiel de la balanza es cuestión de dos. Nadie cambia a nadie. Pasar por alto los conflictos, buscar arreglos sin llegar al fondo, es una pintura que se descascara fácilmente.
Estar enamorado es sinónimo de felicidad. La vida cambia ¡Todo es tan hermoso! ¿Es el amor la respuesta a la existencia? ¿Por qué entonces se nos escapa la felicidad? ¿Sabemos amar realmente? ¿Vamos detrás de un espejismo? Que el amor existe es una realidad como la vida misma. Nada produce tanto placer como ese sentimiento que nos envuelve y nos eleva. Amar es un arte, dice Eric Fromm, y como arte requiere conocimiento y esfuerzo. Nadie pinta un cuadro sin tener conocimiento de los colores, las dimensiones y la proyección. Se necesita conocer la teoría y tener el dominio de la práctica.
Así sucede en el amor. No sabemos amar porque no hemos aprendido. No sabemos amar porque nos quedamos contemplando el exterior de la persona amada. No nos adentramos en sus sentimientos, sus necesidades y sus deseos. Consideramos que con decirle al ser amado lo mucho que lo queremos, con eso basta para que se sienta bien. ¿Nos preocupamos realmente por conocer a la persona amada? ¿Respetamos sus criterios, sus opiniones y cuidamos de ella?
Por otra parte, consideramos que no nos aman cuando la persona amada no nos complace y se pliega a nuestros deseos. Creemos que se nos debe amar porque “merecemos” ese amor.
El amor tiene como base la autenticidad. Autenticidad en nosotros mismos. Autenticidad en la persona amada. Amar y ser amado requiere despojos de caretas, disfraces, falsedades, y conocimiento de uno mismo y de su pareja. Cuando conocemos a fondo al ser amado se produce la alternativa: o lo amamos de verdad o sufrimos una grave decepción. Y es que el personaje no debe opacar a la persona. La primera impresión es el aspecto físico, luego una conversación ligera, y se produce la atracción. Con algunas salidas, una que otra invitación a cenar, sexo, y ya creemos amar a esa persona.
A medida que pasa el tiempo esa persona sigue siendo la misma y nosotros también, sólo que comenzamos a conocernos, y nos va disgustando una que otra actitud de la persona amada. Queremos entonces controlar lo que nos disgusta haciendo objeciones y poniendo trabas. Es sorprendente cuando alguien nos señala las actitudes negativas que tenemos. Es posible que no nos agrade el señalamiento. Es que convivir con una persona es la manera más directa de conocer sus virtudes y defectos y las actitudes que puede tomar ante determinados problemas.
Amar es la base de nuestras vidas. Amar en sus diferentes manifestaciones es la vida misma. Por eso hacer trampas, es engañarnos a nosotros mismos. Porque el amor no da en un día. Es cuestión de tiempo, de conocimiento y respeto al espacio ajeno. Y no sólo el amor de pareja necesita conocimiento del otro, también con los hijos e hijas, los amigos, los compañeros de trabajo y hasta de la señora del servicio. El amor, como la vida misma, sus virtudes y exigencias. Mantener el fiel de la balanza es cuestión de dos. Nadie cambia a nadie. Pasar por alto los conflictos, buscar arreglos sin llegar al fondo, es una pintura que se descascara fácilmente.
martes, 24 de marzo de 2009
Mi abuelo Fello
Mi Abuelo Fello
De Ligia Minaya
Era talabartero. Un oficio olvidado y desconocido para las nuevas generaciones. Inclinado sobre su máquina pasaba el día haciendo sillas de montar, esterillas, correas para los estribos y las espuelas, fustas con que se azuzaban los caballos y correas para hombres. Una labor que ejerció con dignidad, y aunque ya la fiebre del automóvil había desplazado las monturas, él seguía en su afán.
A pesar de todo, conservaba algún cliente, como Don Jacobo de Lara, que llegaba en su alazán, a charlar y a encargarle alguna pieza. Se levantaba de madrugada y se instalaba en su taller. Allí estaba hasta la hora de comer y volvía luego de dormir la siesta. Era su vida, lo que siempre hizo, y de no hacerlo se iría muriendo poco a poco. En la noche, después de cenar, la abuela se acercaba y los dos, en sendas mecedoras, comentaban los acontecimientos del día. Los domingos, sin falta, a las retretas. Una silla al lado de Don Tilo Rojas, el director de la banda de música, para disfrutar de alguna pieza clásica y los danzones que tanto le gustaban. Para esa ocasión vestía un impecable flux blanco de dril presidente, sombrero y zapatos negros. Jamás usó, ni para trabajar, una camisa que no fuera blanca. Cuando comenzaron a usarse los colores en los hombres, le regalé una de color beige muy claro que nunca se puso, o mejor dicho, sí se la puso, por unos minutos, para complacerme. También había tertulias cada tarde. Don Vicente de la Maza y Don Pablito Rodríguez, quienes eran enemigos, se asechaban el uno u otro para no coincidir. Era la hora de tomar una aromática taza de café, junto al Dr. Sanlley, Doroteo Regalado y otros compañeros fieles a la cita. Hablaban en voz baja. Porque en tiempo de la dictadura no podía ser de otra manera. Estoy orgullosa de haberlo tenido como abuelo. Cabal de los pies a la cabeza. Respetuoso, al que jamás le oí levantar la voz.
Mi mayor alegría era acompañarlo a Santiago, a la Tenería Bermúdez (no sé si existe todavía), a comprar pieles para aquellas hermosas sillas de montar. Todavía siento el olor penetrante con que "curaban" aquellos cueros hasta convertirlos en pieles relucientes.
Luego nos íbamos paseando por la calle El Sol, me compraba un helado y nos deleitábamos en las vitrinas. Había complicidad entre abuelo y nieta, quizás por ser la primera y vivir bajo su amparo. Si es que hay otra vida que se repite como ésta, quiero volver tenerlo como abuelo. Éramos pobres, con esa pobreza digna que había antes. Con el abuelo aprendí a amar la lectura.
Recibía El Caribe, cada día, y yo, después del colegio, me sentaba a su lado y leía lo que pasaba en el país, que era poco o nada lo que se decía en ese tiempo. En lugar de ser él quien me contara cuentos, yo se los contaba a él.
De ahí me viene el oficio. Cuando murió, yo estaba a su lado. Lanzó un suspiro y con él se le fue la vida. Esa escena también está conmigo. Murió como vivió, en paz. Fello Minaya siempre estuvo rodeado de sus hijos e hijas y de esta nieta que hoy lo recuerda con amor. Denver, Colorado.
Estoy orgullosa de
haberlo tenido como abuelo.
Cabal de los pies a la cabeza.
Respetuoso,
al que jamás
le oí levantar la voz.
De Ligia Minaya
Era talabartero. Un oficio olvidado y desconocido para las nuevas generaciones. Inclinado sobre su máquina pasaba el día haciendo sillas de montar, esterillas, correas para los estribos y las espuelas, fustas con que se azuzaban los caballos y correas para hombres. Una labor que ejerció con dignidad, y aunque ya la fiebre del automóvil había desplazado las monturas, él seguía en su afán.
A pesar de todo, conservaba algún cliente, como Don Jacobo de Lara, que llegaba en su alazán, a charlar y a encargarle alguna pieza. Se levantaba de madrugada y se instalaba en su taller. Allí estaba hasta la hora de comer y volvía luego de dormir la siesta. Era su vida, lo que siempre hizo, y de no hacerlo se iría muriendo poco a poco. En la noche, después de cenar, la abuela se acercaba y los dos, en sendas mecedoras, comentaban los acontecimientos del día. Los domingos, sin falta, a las retretas. Una silla al lado de Don Tilo Rojas, el director de la banda de música, para disfrutar de alguna pieza clásica y los danzones que tanto le gustaban. Para esa ocasión vestía un impecable flux blanco de dril presidente, sombrero y zapatos negros. Jamás usó, ni para trabajar, una camisa que no fuera blanca. Cuando comenzaron a usarse los colores en los hombres, le regalé una de color beige muy claro que nunca se puso, o mejor dicho, sí se la puso, por unos minutos, para complacerme. También había tertulias cada tarde. Don Vicente de la Maza y Don Pablito Rodríguez, quienes eran enemigos, se asechaban el uno u otro para no coincidir. Era la hora de tomar una aromática taza de café, junto al Dr. Sanlley, Doroteo Regalado y otros compañeros fieles a la cita. Hablaban en voz baja. Porque en tiempo de la dictadura no podía ser de otra manera. Estoy orgullosa de haberlo tenido como abuelo. Cabal de los pies a la cabeza. Respetuoso, al que jamás le oí levantar la voz.
Mi mayor alegría era acompañarlo a Santiago, a la Tenería Bermúdez (no sé si existe todavía), a comprar pieles para aquellas hermosas sillas de montar. Todavía siento el olor penetrante con que "curaban" aquellos cueros hasta convertirlos en pieles relucientes.
Luego nos íbamos paseando por la calle El Sol, me compraba un helado y nos deleitábamos en las vitrinas. Había complicidad entre abuelo y nieta, quizás por ser la primera y vivir bajo su amparo. Si es que hay otra vida que se repite como ésta, quiero volver tenerlo como abuelo. Éramos pobres, con esa pobreza digna que había antes. Con el abuelo aprendí a amar la lectura.
Recibía El Caribe, cada día, y yo, después del colegio, me sentaba a su lado y leía lo que pasaba en el país, que era poco o nada lo que se decía en ese tiempo. En lugar de ser él quien me contara cuentos, yo se los contaba a él.
De ahí me viene el oficio. Cuando murió, yo estaba a su lado. Lanzó un suspiro y con él se le fue la vida. Esa escena también está conmigo. Murió como vivió, en paz. Fello Minaya siempre estuvo rodeado de sus hijos e hijas y de esta nieta que hoy lo recuerda con amor. Denver, Colorado.
Estoy orgullosa de
haberlo tenido como abuelo.
Cabal de los pies a la cabeza.
Respetuoso,
al que jamás
le oí levantar la voz.
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