EL ÚLTIMO BOLERO QUE BAILE CONTIGO
Ligia Minaya
Abanicando el pañuelo a la puerta de la casa, mientras el carro se perdía en la curva del camino, me quedé con una lágrima en flor que no se atrevió a caer. Esteban se había ido. En la penumbra del cuarto quedó la voz que, armoniosa y distante, desde el tocadiscos me decía:
“Abrázame así, que esta noche yo quiero sentir, de tu pecho el inquieto latir, cuando estás a mi lado. Abrázame así, que en la vida no hay nada mejor que decirle que sí al corazón cuando pide cariño...
He tenido tres esposos, varios maridos, muchos amantes, amigos de siempre y furtivos, algunos dejaron una huella perfumada que saco del baúl de los recuerdos cuando en soledad me amenazan los fantasmas. Otros, los menos, de los que sólo guardo “un último dolor llamado olvido”, no les recuerdo ni en los momentos más ingratos. Hubo uno que, caray, se me olvidó su nombre, y sin embargo dejó en mí la hierba mala de un instante y con el amparo del tiempo, con infinita paciencia e inmensidad de llanto, he logrado arrancar de mi memoria.
Con Esteban aprendí que el siempre que creemos eternidad puede ser un breve instante, que la eternidad es un intenso y estremecido andar de enamoradas manos y un juramento, el gemido de unas bocas en el momento de un beso prolongado y supremo el beso que abre espacios de luces, o simplemente el silencio apacible de un después. Por él aprendí la espera y la impaciencia, a retener el paso ligero y la palabra inmediata, el caminar tranquilo y la voz sonora. En él supe del deseo que arrebata la cordura, arrastra la sensatez y nos rescata del vacío. Me enseñó el amor de cada día con la sensación ineludible de llegar a la cima y descender en la vorágine del después a corto plazo. Con Esteban fui yo misma, y otra, y volví a mi misma, y me repartí conmigo misma y con esa otra que a veces soy yo y esas otras que también soy yo y son para mí desconocidas. No lo dijo, es que lo intuí, como se intuye el ahora y el adiós, como se aprende a querer y como se deja de amar.
Pero Esteban se fue.
Se fue deprisa. Con la prisa que persigue la sombra a una misma. Con tanta prisa se fue que dejó sobre mi cama, no sólo su calor, la corbata de azul, los calzoncillos verdes, un par de zapatos de gastadas suelas, la camisa recién planchada y desteñida, el cepillo de dientes, un champú anticaspa a medio consumir y varios libros de economía con anotaciones al margen. Lo peor de todo es que me dejó a mí. Y me dejó tan sola. Sola con un perro lanudo y asqueroso que se quejaba a cada rato por la ausencia de su amo. Tardé tres días con sus noches en volver a sentir gusto por la vida.
El último bolero que bailamos, nos transportó a espacio de cuerpos abrazados, de brazos, piernas y caderas que se mueven con ritmo acompasado y el frenesí de un hombre y una mujer con ropas esparcidas por el suelo, besos, caricias y gemidos; mientras en el techo, la luna del espejo, nos retrataba en la conmoción de cataclismos y de jadeos, que nos robó la fuerza. En el encaje de las cortinas quedó su aliento confundido con el mío, el cual lavé entre espumas y jabones, con detergente, y yambién al perro que regalé a mi vecino.
Esteban había sido mi novio de siempre. Se marchó en busca de una mejor vida. No volví a verle hasta que una tarde lluviosa, de esas en que el agua canta su canción eterna sobre los tejados, se presentó empapado. Sin preguntas nos amamos de inmediato. Fueron meses de luz y destellos de mil fuegos. Gozamos cada instante como si fuera el primero y el último. En la cocina, en el baño, sobre la mesa y debajo de las sábanas, sobre ellas, con la ventana abierta y la puerta entornada. Disfrutamos de arrebatos, recreé su cuerpo con en el mío y paladeé con fruición su boca y cada espacio por el que anduvieron sus manos y las mías, y mi boca y la suya. Tarde o temprano se iría. Lo sabía yo, no él que me juraba amor eterno. ¡Si otros se habían ido...!
Hasta que llegó aquella carta, él no supo que tendría que marcharse. No fue preciso abrir el sobre. Por la letra diminuta, como hormiguitas en busca de refugio, supe que una mujer le reclamaba. Pareció no inmutarse. La hizo pedazos y continuó a mi lado. No hubo cambio de horarios, ni el sabor de los besos fue alterado, ni su cuerpo dejó de corresponder al mío, ni en sus manos se detuvieron las caricias. Sólo yo sabía el día y la hora de su partida. Él no se dio cuenta hasta bailamos el último bolero.
Y se fue Esteban. Para él fue el último. No para mí, que espero a otro Esteban para seguir bailando.
Ligia Minaya
Abanicando el pañuelo a la puerta de la casa, mientras el carro se perdía en la curva del camino, me quedé con una lágrima en flor que no se atrevió a caer. Esteban se había ido. En la penumbra del cuarto quedó la voz que, armoniosa y distante, desde el tocadiscos me decía:
“Abrázame así, que esta noche yo quiero sentir, de tu pecho el inquieto latir, cuando estás a mi lado. Abrázame así, que en la vida no hay nada mejor que decirle que sí al corazón cuando pide cariño...
He tenido tres esposos, varios maridos, muchos amantes, amigos de siempre y furtivos, algunos dejaron una huella perfumada que saco del baúl de los recuerdos cuando en soledad me amenazan los fantasmas. Otros, los menos, de los que sólo guardo “un último dolor llamado olvido”, no les recuerdo ni en los momentos más ingratos. Hubo uno que, caray, se me olvidó su nombre, y sin embargo dejó en mí la hierba mala de un instante y con el amparo del tiempo, con infinita paciencia e inmensidad de llanto, he logrado arrancar de mi memoria.
Con Esteban aprendí que el siempre que creemos eternidad puede ser un breve instante, que la eternidad es un intenso y estremecido andar de enamoradas manos y un juramento, el gemido de unas bocas en el momento de un beso prolongado y supremo el beso que abre espacios de luces, o simplemente el silencio apacible de un después. Por él aprendí la espera y la impaciencia, a retener el paso ligero y la palabra inmediata, el caminar tranquilo y la voz sonora. En él supe del deseo que arrebata la cordura, arrastra la sensatez y nos rescata del vacío. Me enseñó el amor de cada día con la sensación ineludible de llegar a la cima y descender en la vorágine del después a corto plazo. Con Esteban fui yo misma, y otra, y volví a mi misma, y me repartí conmigo misma y con esa otra que a veces soy yo y esas otras que también soy yo y son para mí desconocidas. No lo dijo, es que lo intuí, como se intuye el ahora y el adiós, como se aprende a querer y como se deja de amar.
Pero Esteban se fue.
Se fue deprisa. Con la prisa que persigue la sombra a una misma. Con tanta prisa se fue que dejó sobre mi cama, no sólo su calor, la corbata de azul, los calzoncillos verdes, un par de zapatos de gastadas suelas, la camisa recién planchada y desteñida, el cepillo de dientes, un champú anticaspa a medio consumir y varios libros de economía con anotaciones al margen. Lo peor de todo es que me dejó a mí. Y me dejó tan sola. Sola con un perro lanudo y asqueroso que se quejaba a cada rato por la ausencia de su amo. Tardé tres días con sus noches en volver a sentir gusto por la vida.
El último bolero que bailamos, nos transportó a espacio de cuerpos abrazados, de brazos, piernas y caderas que se mueven con ritmo acompasado y el frenesí de un hombre y una mujer con ropas esparcidas por el suelo, besos, caricias y gemidos; mientras en el techo, la luna del espejo, nos retrataba en la conmoción de cataclismos y de jadeos, que nos robó la fuerza. En el encaje de las cortinas quedó su aliento confundido con el mío, el cual lavé entre espumas y jabones, con detergente, y yambién al perro que regalé a mi vecino.
Esteban había sido mi novio de siempre. Se marchó en busca de una mejor vida. No volví a verle hasta que una tarde lluviosa, de esas en que el agua canta su canción eterna sobre los tejados, se presentó empapado. Sin preguntas nos amamos de inmediato. Fueron meses de luz y destellos de mil fuegos. Gozamos cada instante como si fuera el primero y el último. En la cocina, en el baño, sobre la mesa y debajo de las sábanas, sobre ellas, con la ventana abierta y la puerta entornada. Disfrutamos de arrebatos, recreé su cuerpo con en el mío y paladeé con fruición su boca y cada espacio por el que anduvieron sus manos y las mías, y mi boca y la suya. Tarde o temprano se iría. Lo sabía yo, no él que me juraba amor eterno. ¡Si otros se habían ido...!
Hasta que llegó aquella carta, él no supo que tendría que marcharse. No fue preciso abrir el sobre. Por la letra diminuta, como hormiguitas en busca de refugio, supe que una mujer le reclamaba. Pareció no inmutarse. La hizo pedazos y continuó a mi lado. No hubo cambio de horarios, ni el sabor de los besos fue alterado, ni su cuerpo dejó de corresponder al mío, ni en sus manos se detuvieron las caricias. Sólo yo sabía el día y la hora de su partida. Él no se dio cuenta hasta bailamos el último bolero.
Y se fue Esteban. Para él fue el último. No para mí, que espero a otro Esteban para seguir bailando.